Para todos los cristianos y hombres de buena voluntad la próxima beatificación de Juan Pablo II ha sido una gozosa noticia que confirma lo que ya muchos sabíamos en el fondo de nuestro corazón: que los santos son nuestros compañeros de camino, que nos estimulan y alientan en la peregrinación hacia la meta que es el Cielo.

Juan Pablo II es probablemente el beato, y esperamos que también muy pronto santo, que más millones de personas han podido conocer y escuchar en vida, pues el eco de su voz ha recorrido de extremo a extremo los confines de la tierra. Admirado y criticado, profundamente querido, especialmente por los jóvenes y la gente más sencilla, su beatificación confirma un hecho aceptado por millones de seres humanos: él fue el líder espiritual de una humanidad confusa y fracturada, a la que no se cansó de proponer el modelo de Cristo como único camino para construir una nueva civilización del amor. Toda su vida fue un canto a la belleza del Dios que en Cristo se preocupa por el ser humano y se entrega a todos nosotros por medio de su Iglesia. Sí, este Papa amó profundamente a Dios y por ello amó a su Iglesia, a la que sirvió con inquebrantable fidelidad primero como seglar comprometido, después como sacerdote, obispo y finalmente como Vicario de Cristo y sucesor de San Pedro en la Santa Sede.

Creo que todos debemos dar gracias a Dios por la fortuna de haber compartido vida y fe con este gigante de la espiritualidad que ha sido Juan Pablo II, retomar sus enseñanzas sencillas y sólidas, a la vez que seguirle en el camino de santidad que nos ha marcado, especialmente en su amor a la Eucaristía y a la Santísima Virgen, amor que fue especialmente entrañable en sus últimos años de vida en la tierra, tal vez los más bellos y fecundos de su largo pontificado.

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