Retomamos el tiempo ordinario y volvemos a la trayectoria de Jesús en su vida pública que a lo largo del año litúrgico se nos propondrá. La primera escena tiene lugar a orillas del Jordán, continuando lo que vimos el domingo pasado en el Bautismo de Jesús. Juan, el precursor del Maestro, utiliza una expresión muy querida para cualquier hebreo religioso: «Al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).

Los ojos del evangelista que relata este momento quedarán prendados, como quien encuentra finalmente a Aquél que esperaba. De hecho, tanto Juan como Andrés seguirán a ese Cordero, y preguntándole dónde vivía se quedarían con Él aquel día y para siempre. Era el encuentro que sigilará todas sus búsquedas y  que dará cumplimiento a todas sus esperas. Por ello, con una extraña anotación cargada de fidelidad, anotará muchos años después cuando escriba su evan­gelio, que este encuentro tan decisivo sucedió a las cuatro de la tarde (Jn 1,37-39). Como siempre sucede con todo verdadero amor, hace memoria emocionada del primer instante de una historia que permanece y que ha marcado el resto de la existencia.

El Evangelio de Juan, desarrollará este momento inicial a través de los diferentes encuentros entre el Cordero Jesús y las personas que se cruzarán en su camino. Todos ellos recibirán la liberación de su des-gracia sea cual sea su nombre (oscuridad, sed, enfermedad, confusión... pecado), con tal que la confiesen, con tal que no la maquillen ni la disfracen, y reconozcan en Jesús a quien trae la Gracia eficaz para todas sus des-gracias impotentes. Por esta razón, en aquel momento no estaban los que des­pués a lo largo del Evangelio de Juan van a aparecer como los difidentes de Jesús, los prejuiciosos de sus signos y palabras, los enemigos de su vida.

Hay una llamada a reconocernos ante el Cordero que quita los pecados, que nos señala y nos denuncia los pecados de nuestra época y los traspiés de nuestra genera­ción: la mentira, la injusticia, el hedonismo en todas sus formas, el egoísmo disfrazado de cultura de bienestar, las corrupciones oficiales y oficiosas, la matanza de la belleza y de la vida... Y todo esto no para apabullarnos y hacernos pesimistas o reaccionarios, sino para señalarnos y anunciarnos que hay otro modo de vivir y convivir, otra ma­nera de hacer un mundo habitable, otro camino para responder a nuestras preguntas de felicidad: el que nace del reconocimiento de este Cordero y de la adhesión a su vida y su palabra. Este es el Cordero, el que quita nuestros pecados. Por eso hay esperanza.

Comentario al Evangelio del domingo segundo del tiempo ordinario (Juan 1, 29-34),