Son abundantes y claros los signos que indican que se está imponiendo un mundo en el que ya no hay nada verdadero, ni bueno, ni valioso, ni justo en sí y por sí mismo. Como botón de muestra baste la afirmación categórica y no menos sorprendente que días atrás pudimos leer todos: a la democracia va ligado, le es inherente y consustancial, el relativismo.

Hemos entrado en una mentalidad relativista y escéptica, subjetivista, paso ineludible para cualquier totalitarismo. La negación de la verdad y del bien no sólo es el motor que impulsa el proceso implacable de laicismo radical o de expulsión de la religión del ámbito público, en que nos hallamos envueltos, sino también la base en la que se pretende, vanamente, asentar la sociedad democrática, plural, respetuosa, tolerante y libre.

Se parte, se diga o no, de una afirmación de base: el bien y la verdad ni se pueden conocer ni alcanzar, no hay verdad ni bien en sí. Ahora bien, si el bien y la verdad no pueden conocerse, entonces sólo puede ligarse la Ley a un sentido procedimental. La Ley viene a ser una manera de entenderse los hombres, de vivir en comunidad sin matarse, de garantizar un marco donde cada individuo pueda realizar su plan de vida sin causar daño a los otros. Gracias a este primer paso la religión queda reducida ya al ámbito de lo privado.

Hay un segundo paso. La visión contractualista de la sociedad se vuelve absoluta. Porque el Estado no tiene límites. No hay Dios, no hay ley natural, no hay ninguna verdad sobre el bien que esté por encima de la voluntad del Estado. Es un Estado absoluto. La misma libertad del individuo es ilimitada, omnímoda, según esta manera de ver las cosas. Cada hombre es libre para hacer lo que quiera. No hay ninguna ley superior que indique lo que se puede o no realizar. Sin embargo, para hacer posible la vida en la sociedad, es necesario un pacto, se realiza un pacto, a través del cual cedemos nuestros ilimitados derechos al Estado. Él velará para que éstos ilimitados derechos se puedan cumplir asegurando al mismo tiempo solidaridad y seguridad. El Estado por tanto aparece sin límites morales, sólo procedimentales.
El Papa Juan Pablo II nos alertó ya del peligro de esto en su encíclica Centessimus annus: «Si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas para fines de poder. Una democracia sin principios se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia (CA 46)».

La conclusión es clara: una democracia sin principios, esto es, relativista, se convierte más tarde o incluso temprano en un Estado totalitario porque es ilimitado su poder moral, y bajo la apariencia de defensa de la libertad y de lo plural lo que hay es una imposición de un monismo naturalista. Si es que ninguna concepción del bien y de la verdad tiene cabida en el Derecho, entonces lo que hay es la imposición de unas leyes cuyo único principio es que no hay ningún principio trascendente. El pluralismo es aceptado supuestamente, pero con la excepción de aquellos que creen conocer la verdad. Éstos no pueden ser aceptados porque son un peligro para la democracia.

Esta situación es real, es la que tenemos ya instalada en ciertos ámbitos y se extiende sobre todo entre sectores jóvenes, ante la pasividad o la resignación, como si nada ocurriera. Pero esto es grave. Lo que, en el fondo, está en juego detrás de todo, lo digo una vez más, es un mundo con Dios o sin Dios. Esto es lo más grave que le puede pasar al hombre y a nuestra civilización. Es lo más decisivo, pues la suerte del hombre está en Dios.
Por eso, todo ello encaja perfectamente dentro del laicismo esencial e ideológico que viene, expresado en leyes, en proyectos sociales y culturales. Dios no cuenta, Dios queda relegado a la esfera de lo privado, aún más, Dios no tiene que ver con el mundo, no es real, cuanto se refiere a Dios es ficticio. Todo está sujeto al hombre y a la decisión del hombre, a su libertad, y nada más. Así tampoco cuenta la verdad que nos precede y de la que no podemos disponer: no hay verdad, dejará de ser cierto que «la verdad nos hará libres», para pasar a la certeza de que «la libertad nos hace verdaderos». Deja de existir lo bueno y lo malo en sí mismo, porque ya no hay bueno ni malo por sí mismo, en toda circunstancia y lugar, siempre. Dependerá de las circunstancias, de los intereses, de los fines que se persigue de los resultados y consecuencias que acarrea. El fin justifica los medios. Pero eso, seamos claros, es un totalitarismo, una dictadura, la del relativismo. Estamos, pues, ante un gran cambio cultural, reflejo de un mundo sin Dios, que se vuelve contra el hombre y la recta razón del hombre, se diga lo que se quiera. En eso estamos y a eso vamos; pero podemos y debemos superarlo, al menos por el bien y el futuro del hombre. Estamos a tiempo.
Y un añadido y concreción final, a propósito del comunicado último de ETA. De ETA sólo hay que esperar el anuncio de que depone y entrega totalmente las armas, cesa definitivamente toda violencia, extorsión y terrorismo –intrínsecamente perverso–, y pide perdón a sus víctimas y familiares, al País Vasco y a España. Otra cosa es estrategia que calcula y valora en función de situación, resultados y consecuencias; y es relativismo, que tanto daña a las personas y a la democracia.