Hace año y medio, en una visita a Santander, un escritor llamado Enrique Álvarez me habló de las apariciones de la Virgen a unas niñas en San Sebastián de Garabandal, una aldea cántabra, acaecidas hace ahora medio siglo.

Enrique Álvarez era un tipo de aspecto quijotesco, pálido y delgado, con una barba de hildalgo montañés y una mirada entre mística y melancólica, como escapado de un cuadro de El Greco; cenamos juntos, en compañía de otro escritor del lugar, Juan Antonio González Fuentes, y allá por los postres, Álvarez nos confesó que andaba escribiendo una novela sobre las apariciones marianas de Garabandal, de las que yo casi nada sabía.

Álvarez nos puso en antecedentes; y durante casi dos horas su boca se convirtió en una cornucopia de palabras que exorcizaba la noche: enseguida advertí que aquel hombre era un extraordinario narrador; y que su conocimiento exhaustivo sobre aquellas apariciones nunca reconocidas oficialmente por la Iglesia —aunque tampoco negadas—, y sobre las circunstancias sociales y religiosas de la época, podrían deparar una novela nada trivial.

Enrique Álvarez acaba de publicar ahora esa novela, que se titula La risa de la Virgen (Ediciones Tantín); y que ha desbordado mis expectativas. Álvarez es un católico refractario a la pachanga teológica posconciliar, plenamente consciente de que nos hallamos en el tiempo de la «gran apostasía» que predijo San Pablo; y es, por encima de cualquier otra consideración, un escritor de gran penetración psicológica, capaz de captar —con unos diálogos vivaces y un uso sobresaliente del perspectivismo— el clima moral o social de la época que se ha propuesto resucitar literariamente. La burguesía y el clero santanderinos son retratados con un vigor que por momentos nos recuerda el trazo que emplea Clarín en La Regenta; y, aunque la pluma de Álvarez es menos acerba, el cuadro que a la postre se nos revela es también demoledor.

La acción de La risa de la Virgen transcurre allá a mediados de los sesenta, cuando las apariciones en Garabandal comienzan a remitir, las niñas visionarias son obligadas a retractarse y los mensajes que habían recibido —de claro signo apocalíptico, como aquel que advertía que «muchos sacerdotes y obispos van por el camino de la perdición y arrastran consigo muchas almas»— echados a barato. Y lo que la novela retrata —sin subrayados, sin tomar partido, con una magistral sutileza— es, precisamente, el efecto de ese rechazo en la burguesía santanderina y en sus jerarquías eclesiásticas. Ante nuestros ojos, vemos la pudrición lenta pero inexorable de unos personajes que prefirieron achacar a superchería de unas pobres niñas casi analfabetas las apariciones de Garabandal: vemos a Visita, la protagonista del libro, enfangada en turbiedades adulterinas; vemos el seminario de la ciudad convertido en un despojo; vemos a los curas de la ciudad desensotanados y entregados a «encicliquerías» y filosofismos theilardianos de baja estofa, cuando no a ensoñaciones poco castas; vemos el veneno del fariseísmo infiltrándose, cual humito de Satanás, en el corazón endurecido de las jerarquías; vemos a los pocos fieles y perseverantes desacreditados y escarnecidos, con sus devociones relegadas a la categoría de religiosidad lumpen.

Enrique Álvarez ha escrito una novela conmovedora, aflictiva, de una delicadeza y una penetración humana acaso excesivas para nuestra época; tan excesivas, por cierto, como aquellas palabras que la Virgen trasladó a unas pobres niñas casi analfabetas, en un pinar de Garabandal.

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