Muertes violentas, muertes famosas. ¿Y la muerte del buen don nadie? De esta muerte queda un agridulce sabor a partida. Es agrio, doloroso.

¿Cuál es el mal más antiguo, y a la vez el más moderno? Se podrían dar varias respuestas, aunque yo sólo voy a hablar de una: la muerte. Y no se trata de volver a los miedos medievales, ni de que se haya parado el calendario y siga en la víspera de noviembre. Desde el resto humano más antiguo hasta el último periódico publicado nos hablan de ella. Y si es cierto que se habla menos de cementerios, y poca gente muere en su casa, es igualmente cierto que en las noticias vemos muertes, por decenas, centenas o miles.

Atendiendo a los medios de comunicación, podríamos decir que hay tres tipos de muerte, o mejor de “muertes” . La primera es la muerte violenta. Los X masacrados el campamento de ´Gdeim Izik´ (más allá de las declaraciones de los silencios de unos y las declaraciones de otros), los cientos, que van a ser miles de haitianos, víctimas del cólera, los perseguidos cada día por grupos terroristas, bajo capa de creencia religiosa o intereses nacionalistas. Esta primera muerte es horrible, aunque por lo presente en los medios nos podemos llegar a acostumbrar: El Real Madrid gana su aprtido; Alonso se queda a las puertas del mundial; cientos de saharauis muertos. ¿Alguna noticia más?

El segundo tipo de muerte que vemos en los medios, y que también suele rebotar en nuestra piel, es la muerte del “famoso”: deportista, director de cine, actor, cantante… Este fin de semana nos ha asaltado una de estas muertes, la de Luis García Berlanga. Un breve reportaje de su vida, un reconocimiento de su obra, de sus logros. Un recuerdo simpático de “otros tiempos”, en el cine, en el deporte o en la investigación. La muerte está más presente de lo que algunos piensan.

Resta, sin embargo, un tercer tipo de muerte. Una muerte que no sale en los periódicos, salvo en contadas excepciones (excluyendo las esquelas). Esta muerte está escondida, y quizás ahí radique su grandeza, al no ser manoseada por los medios. Me refiero a la muerte del buen don nadie. Es la muerte que interesa y afecta sólo a un grupito de personas, familiares, algunos amigos. Pero no por ello menos presente ni menos importante.

En el primer caso, las muertes violentas suscitan en nosotros rebeldía ante la injusticia, compasión, y pocos segundos de atención. De la muerte del famoso conservamos un libro, unos DVDs o unas fotografías.

De la muerte del buen don nadie queda un agridulce sabor a partida. Es agrio, doloroso. Esta despedida siempre es dura, difícil; no conocemos en detalle el fin de ese viaje, a qué destino se dirige, y sólo un Hombre ha vuelto de ese viaje. Esta ruptura es dura, después de muchos años de compartir buenos y malos momentos. Cada acontecimiento, cada encuentro, cada visita, cada noticia, nos trae el recuerdo de la persona amada que se ha ido. Incluso después de una dura enfermedad, después de un gran desgaste del cuidador, día y noche, esta separación está bañada de lágrimas. Aquel Hombre que volvió de la muerte, que conocía como nadie los gozos y alegrías del fin del viaje, Jesucristo, lloró ante la muerte de un amigo. También ahí se encarnó, y nos enseñó que es humano llorar ante la muerte.

Pero junto a este sabor agrio, está la dulzura del recuerdo. El recuerdo de tantos buenos momentos que nos dejó el que se ha ido. Las sonrisas que sembró, las miradas que acogió, las discusiones que evitó con su optimismo o tranquilidad. Ya los latinos hablaban del “no moriré del todo”, non omnis morear. Estos “don nadie” han pasado la vida sembrando, aparentemente sin hacer nada. Pero en el silencio del buen esposo, buen padre, buen amigo, que sabe estar acompañando a quien está a su alrededor. Y por eso, aunque la despedida es agria, queda el buen sabor del recuerdo. La memoria revitaliza su presencia.

Como cristianos, nos queda también la esperanza, la certeza, de la vida futura. Pero no olvidemos que esa vida futura empieza aquí. Una persona así siembra bondad a su alrededor, siembra vida, y por eso cosecha la vida en el más allá. No se trata de dos vidas, sino de distintos momentos de la misma vida. Esta persona ha muerto viviendo, mientras otros, quizás, viven muriendo.

No quise vivir cansada:
y elegí el descanso del amigo y el abrazo,
el camino sin prosas, compartido,
y no parar nunca, no descansar nunca.
Elegí avanzar despacio, durante más tiempo,
Y llegar más lejos
Habiendo disfrutado del paisaje.
(Rudyard Kipling)