El 6 de noviembre el Papa visitará Barcelona, la ciudad de Gaudí y de la Sagrada Familia, la ciudad del Tibidabo, la ciudad de la procesión del Corpus, cuando se sacaba el trono del Rey Martín utilizado para llevar expuesto el Santísimo Sacramento, la ciudad de la Catedral y del «huevo que baila» en una de las fuentes de su claustro, la ciudad del Cristo de Lepanto con su brazo inclinado «milagrosamente». Una ciudad durante muchos años alegre y confiada, campeona en la suma de derechos mientras abdicaba de las más elementales responsabilidades y que hoy está sumida en la crisis y la desconfianza. Una ciudad que hoy no tiene apenas identidad cultural, a lo sumo una imagen turística, algo parecido a un parque temático donde las multitudes de turistas, cámara en mano, van captando lo que hicieron nuestros padres, abuelos y bisabuelos. De esa Barcelona, cristiana y tradicional por un lado, moderna, industriosa e innovadora por otro, hoy casi no quedan ni las raspas. En números redondos, y según algunas encuestas, en 1980 un 34% de catalanes se consideraba católico practicante, hoy el 19%. En 1983 tan sólo un 10% de los matrimonios fueron civiles; hoy ha ascendido al 62%. Y el tanto por ciento de ciudadanos que en Cataluña marcaban la casilla del IRPF para las necesidades de la Iglesia era del 30,8%, mientras que en el 2002 ya había descendido al 13,7%. Y a cambio buenismo y poco más, eso sí, todo adobado de catalán. El Papa visitará una ciudad en la que la confesión que más crece es la evangélica. Una ciudad donde desde hace años la procesión del Corpus es historia y en la que el Cardenal Arzobispo, firme defensor del nacionalismo catalán, apoyó, con tímidas reservas, el Estatuto laicista y disgregador impuesto por el tripartito a todos los catalanes.

Publicado en el ABC