Puede que la apostasía llevada al cine en 2016 por Martin Scorsese en apariencia se preste a una interpretación pesimista del destino de la fe católica, sobre todo cuando parece sucumbir a las malas artes de un poder político implacable. Pero hay derrotas más imaginarias que reales. Es la historia de una rendición (más institucional y formalista que otra cosa) de unos jesuitas compelidos a apostatar en el país del Sol naciente. En la película Silencio, inspirada en la novela del mismo título, se pone de relieve tal apostasía, que históricamente no fue ni mucho menos generalizada. Sin ir más lejos, en el largometraje, uno de los sacerdotes enviados, el padre Garupe, participa voluntariamente del martirio de sus parroquianos, sin llegar a apostatar.

Antes de adentrarnos más en semejante atolladero habría que hacer una distinción necesaria entre las apostasías forzadas en medio de la persecución y las apostasías doctrinales perpetradas por devoción al mundo, desgraciadamente tan extendidas hoy en la Iglesia en retirada.

Hechas las oportunas demarcaciones, situémonos en las profundidades históricas de aquel Japón del siglo XVII, de temible represión anticristiana. Scorsese, siguiendo la novela de Shusaku Endo, narra una apostasía y un silencio misteriosos: el silencio de un Dios que sufre la represión y el exterminio de sus kirishitans (es así como se llamaba a los cristianos del Japón), el silencio de los apóstatas que viven con enorme tristeza su renuncia a Cristo, o el silencio de los cristianos que oran y viven su fe emboscados en la clandestinidad de la madrugada. El silencio puede llegar a adquirir el rol de arma furtiva o de añagaza ante el terrible mal de una apostasía ajena a la voluntad del padre caído.

Aquella histórica persecución de los cristianos japoneses llevada a la gran pantalla fue incluso una violación del bushido popular; los kirishitans no eran otra cosa que los samuráis de Cristo, los servorum Dei del Japón. Samurai significa servir y para aquellas gentes el primer señor de todos al que servir era el Dios cristiano, por eso muchos kirishitans despreciaron las consecuencias de la persecución y se aprestaron al martirio. Se daba la circunstancia que el cristianismo se reveló como el mejoramiento, la perfección o tal vez la superación del bushido japonés. La asunción de un camino teologal más allá de la muerte, revelado en esta ocasión por el Señor de la Historia y entregado por Su Iglesia. El desafío era máximo para un poder temporal contrario a la difusión de la Buena Nueva en el Japón.

Hay que reconocer la astucia de aquel estado nipón; sabedor de que martirizar presbíteros solo sembraría más y más la santidad, planea que lo que cunda sea el ejemplo gregario tras una renuncia pública de los pastores. Tan solo había que hacer depender de la apostasía del cura apresado el calvario y la ejecución de los fieles. Ojos que ven, corazón que siente. La artimaña de castigar el alma propia con la tortura de los cuerpos ajenos. La utilización retorcida y orwelliana del amor al prójimo. La psicología del cadalso invertido. Hasta aquellos entonces, el cristianismo había sido una religión políticamente indomable, pero las debilidades del hombre in situ cuentan, y contemplar impasible la valentía de los fieles llevados al paredón puede llegar a ser demasiado hasta para un cura. Un Dios omnisciente y misericordioso cuenta con ello: “Písame, entiendo tu dolor. Yo nací en este mundo para compartir el dolor de los hombres, cargué con esta cruz por tu dolor”, le llega a susurrar Cristo al pobre padre Rodrigues, mientras contempla su rostro lleno de turbación y sufrimiento, en el instante antes de pisar la imagen de Nuestro Señor.

Otro de los momentos álgidos de Silencio se alcanza con el combate dialéctico entre el gobernador y el padre Rodrigues. El primero acusa a los jesuitas de intrusismo religioso; arguye que Japón ya tiene su religión (el budismo) a lo que el padre Rodrigues objeta que la Verdad Revelada debe ser llevada a cada rincón de la Tierra, porque la verdad es solo una y la misma en todas partes. A la réplica del gobernador, que esboza que no todas las plantas están hechas para crecer en el Japón, el jesuita contesta que el cristianismo es la única planta capaz de crecer y prosperar allá donde sea sembrada, y solo el veneno estatal frenó su florecimiento en el país del Sol naciente. Momento estelar de gran belleza filosófica. Se enfrentaban una fe capaz de levantarse frente a toda potestas soberanista contraria a Dios, y un Estado que en último término haría un uso refinado del dolor y el sufrimiento para sofocar el arraigo de la fe católica en suelo nipón. La teología católica armada de aristotelismo enfrente del nacionalismo totalitario del Shogunato. El Estado leviatán no podía permitir el arraigo de la verdad que misionaba el padre Rodrigues. Para someterla emplea las peores y más refinadas artes, hasta doblegar la resistencia del padre Rodrigues y hacerle pisar la imagen de Jesucristo.

Pero donde algunos solo divisarían la claudicación más desoladora, Dios, artista del universo por antonomasia, sigue dibujando caminos inescrutables para el Mal. Es lo que nos enseña Martin Scorsese en el desenlace final de la obra. Pleno conocedor del límite de las resistencias humanas, y del inigualable dolor del siervo abocado a renegar públicamente del Señor amado, Dios decide que la apostasía no sea el final. Ante el sacerdote caído se presenta en la intimidad el sempiterno delator Kichihiro, un judas de su tiempo que, consciente de su traición, solicita una vez más el sacramento de la confesión.

La absolución sería concedida en el silencio de la escasa intimidad que aún le quedaba al cada vez más vigilado padre Rodrigues. Nunca se deja de ser siervo de Dios mientras venga en nuestra búsqueda. La apostasía no es el final para Aquel capaz de hacer nuevas todas las cosas. No lo fue para los discípulos que salieron huyendo en Getsemaní, no lo fue para el hombre cabeza de la Iglesia que negó tres veces a Cristo, tampoco lo sería para el padre Rodrigues y los kirishitans.