«Auméntanos la fe». Esta es la súplica que los apóstoles hacen a Jesús en el Evangelio que leemos este domingo. Es la misma súplica que todos deberíamos también presentar al Señor, pues la fe no es algo estático, que permanece inamovible a lo largo de la vida, pues son muchas las dudas, los miedos o las frustraciones que hacen que nuestra fe se tambalee o se resienta. Tener fe es un don, por supuesto, pero debemos cultivarlo, pues la fe nos aporta la clara conciencia del amor de Dios en nuestra vida, lo cual provoca confianza y descanso en Él. Tener fe no es simplemente saber que Dios existe, es sobre todo dejar que ese Dios que siempre ha existido haga morada en mí y le deje actuar en mis pensamientos, en mis sentimientos y en mis obras. Por eso, si queremos que el Señor aumente nuestra fe, debemos procurar encontrar cada día un espacio para cultivar la amistad con Él. Las amistades que no se cultivan se enfrían y al final se pierden. Lo mismo ocurre con nuestro Señor: si no le tratamos de un modo cotidiano, nos exponemos a convertirlo en una máquina de hacer favores. Fe y amistad son dos realidades muy parecidas, pues el creyente es el amigo de Dios, el que quiere tratar a su Creador como el que trata a su mejor amigo; es decir, confiando la propia intimidad y queriendo conocer la intimidad del otro con el máximo respeto. La fe se convierte en un cauce fecundo por el que se nos comunica la vida divina para enriquecer nuestra pobre vida humana. Comprendemos así que la fe es un tesoro que debemos cuidar con esmero: «Señor, auméntanos la fe».