Tres años hace que me paseo por foros católicos aprendiendo y aportando, de vez en cuando, algún comentario que me parezca constructivo. Coincide en el tiempo con la modesta colaboración en causas que entiendo de interés común. He conocido, por tanto, en uno y otro ámbitos, a personas de indudable buena voluntad.
 
Pero las circunstancias de la vida me han llevado a distinguir buena voluntad de libertad laical. Y me explico. Habitualmente tachamos de totalitaria la mentalidad que pretende determinar todos los ámbitos de actuación de las personas. Achacamos justamente el totalitarismo al gobierno que nos representa pero debiéramos preguntarnos si queremos derribar ese totalitarismo o sustituirlo por otro acorde con nuestra visión del mundo. Porque de las palabras y la actuación de algunos cristianos se desprende un cierto temor a la libertad.
 
Se teme a la libertad y se deriva hacia el totalitarismo cuando se dedica más tiempo a criticar los modos de hacer del compañero de batalla que a contribuir a vencer al enemigo.
 
Se teme a la libertad y se deriva hacia el totalitarismo cuando no se distingue entre las finalidades compartidas y las legítimas –y enriquecedoras; sí: enriquecedoras– diferencias en los métodos y estilos.
 
Se teme a la libertad y se deriva hacia el totalitarismo cuando se es incapaz de arrimar el hombro en una causa si no se trata de una iniciativa propia, se comparten hasta los últimos detalles del compañero o, simplemente, no se respeta su discreción y se sospecha de sus motivaciones porque no coinciden con las nuestras o porque no considera una exigencia para el triunfo de la causa común desvelar su intimidad.
 
Es totalitario quien pretende que todos los objetivos se alcancen a su manera. El fin no justifica los medios, pero hay demasiadas personas juzgando lo medios y demasiadas pocas procurando los fines.
 
Una de las reglas de la acción católica que, a mi juicio, ha generado esta deriva por haberse interpretado incorrectamente es la máxima “comunión para la misión" que, como claramente expresa, exige común-unión en la misión, pero en nada más. No reclama unidad de estilo, unidad de medios, unidad de adscripción política o espiritual.
 
El viaje del Papa al Reino Unido es prueba evidente de que la unidad no está por encima de la verdad, del bien ni de la justicia. Tiene carácter mediático, pero no absoluto. La unidad en los fines no ahoga la maravilla de la diversidad, sino que se adorna con ella.
 
Sobre el papel nos congratulamos de la diversidad de carismas y de dones. Aceptamos de boquilla que "quien no está contra nosotros, está con nosotros", pero somos más veloces que Santiago en pedir que baje fuego del Cielo para consumir a quienes no comparten con nosotros el mismo criterio sobre el último tema opinable.
 
Si esta actitud de sospecha puede tildarse de totalitaria, también tiene un componente marcadamente clerical. Y es que suele coincidir en personas que, poco seguras de si mismas, precisan del estímulo y el reconocimiento constante del clero en sus empresas sociales.
 
La Doctrina Social de la Iglesia es lineal –acaba de corroborarlo Benedicto XVI en Gran Bretaña– en su tradición de señalar que es responsabilidad de los laicos la mejora de la sociedad y la consecución del Bien Común.
 
Un laico es responsable cuando trabaja en la sociedad por propia iniciativa y arrostra sus éxitos y fracasos sin atribuirlos a la jerarquía. A veces sobran peticiones de orientación al clero sobre cuestiones opinables. Los pastores pueden dar voces de alarma, pero no son quienes tienen el deber –ni el carisma– de determinar la acción social de los laicos.
 
Libertad y responsabilidad, en definitiva, son las condiciones que pueden hacer fructífera la tarea del laico para mejorar el mundo en el que vivimos. Podemos equivocarnos, claro está. Pero sólo la acción libre y responsable merece el nombre de cristiana.