La enésima reacción estúpida de la gran prensa ante un mensaje de Benedicto XVI estuvo a punto de conducirme al cabreo. Luego pensé en unas palabras de T.S. Eliot y comprendí: "¿por qué habrían los hombres de amar a la Iglesia?, ¿por qué habrían de amar sus leyes? Ella les habla de vida y muerte, y de todo lo que ellos querrían olvidar". Me refiero, naturalmente, al estupendo mensaje dirigido a los jóvenes para la próxima JMJ de agosto de 2011 en Madrid.

Alguna lumbrera de occidente ha sacado a pasear la idea de que al Papa no le preocupan el paro y la precariedad laboral de los jóvenes. ¡Atiza! Pero en cuanto rascas sale a la luz que lo que les enfada es otra cosa. Les fastidia un mensaje que brota de la experiencia real, que habla del tejido de esperanzas y temores reales de los jóvenes, que introduce un criterio de juicio sobre la vida cotidiana, sobre la sociedad y la cultura, que no puede arrumbarse con un "bah, cosas de curas". Les preocupa que la Iglesia hable de la vida y de la muerte (¿cómo se atreve, con qué derecho?), que siga en la arena de la historia y no en el baúl de los recuerdos. Les preocupa esta interlocución que ya pensaban definitivamente cancelada.

Benedicto empieza diciendo que el hombre está creado para lo que es grande, para el Infinito, de modo que cualquier otra cosa resulta insuficiente. Ha escandalizado que se atreva a decir que la estabilidad y seguridad no son las cuestiones que más ocupan la mente de los jóvenes, sino el impulso de encontrar la vida misma en su inmensidad y su belleza. Este deseo de la vida más grande es el signo de que Dios nos ha creado, su huella identificable, y por eso el Papa explica que pretender eliminar a Dios para que el hombre viva es un gran contrasentido. La propia experiencia histórica, recuerda Benedicto, enseña que el mundo sin Dios se convierte en un "infierno", en el que prevalecen el egoísmo, las divisiones y la desesperanza. Y a continuación advierte a los jóvenes que el relativismo no genera verdadera libertad, sino desconcierto y conformismo con las modas del momento.

Ahí está el corazón del hombre, especialmente vibrante en el tiempo de la juventud. Y con ese interlocutor se ha de medir siempre el anuncio cristiano, como hace el Papa en este personalísimo mensaje salido de su puño y letra. Sabe que cada generación, mejor aún, cada persona está llamada a realizar de nuevo el recorrido de descubrimiento del sentido de su vida. Y lo que la Iglesia ofrece para esa aventura es la relación viva con Jesús, no una hoja de ruta con instrucciones y preceptos. Una relación que sólo puede vivirse dentro de un pueblo, en el seno de la gran familia de los creyentes.

El mensaje termina recordando que la victoria que nace de la fe es el amor. Ese amor que ha movido a hombres y mujeres desde hace dos mil años a construir un mundo más humano, ese amor que nos urge a salir al encuentro del hambre y la sed de nuestros contemporáneos para llevarles el tesoro de la esperanza cristiana. Colegas periodistas, comprendo la irritación de unos y la sordera de otros, pero no me digáis que esto no interesa. Nos vemos en Madrid, aunque sea en agosto.

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