La Revolución francesa fue el triunfo político de la abstracción filosófica, con una poderosa carga de ambición y ciertas dosis de patriotismo. Los iluminados (¿quién les iluminó?) se separaron drásticamente de la secular tradición religiosa y moral europea y fundaron un nuevo régimen político y ético, basado en ideales abstractos que permitieron, sin ser violentados, baños de sangre en el hexágono galo. La libertad exigía eliminar a sus enemigos contrarrevolucionarios. La crueldad no parecía desdecir el ideal de fraternidad. La burguesía dominante no pecaba, a pesar de mantener la esclavitud, de violar la sagrada igualdad, escrita en panfletos, enciclopedias y constituciones. Los jacobinos de la república tricolor habían encontrado la fórmula perfecta para la total impunidad de sus crímenes. Los ideales abstractos justificaban la tortura, el genocidio, el saqueo y la violación de todos y cada uno de los derechos de la sacrosanta Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, sin dejar de cantar sus excelencias.
La abstracción fue un arma terrible en manos de fanáticos incendiarios que manipularon a masas ignorantes. Los tiempos cambian, sí. Hoy no gusta la sangría y “sólo” se ambicionan las almas de los ciudadanos, como si de satánico deseo se tratara. La abstracción manipuladora se ha sofisticado y ha llegado a ser la palanca invisible para expulsar a Dios de nuestro espacio público y de las conciencias de masas de desdichados. No se abstrae intelectualmente para abarcar una compleja realidad y comprenderla, sino para tergiversarla. Ejemplo clamoroso lo representa la ingenua (en el mejor de los casos) abstracción de Cristo plasmada en los llamados “valores cristianos”. Con afán de reconciliación social, de ecumenismo interreligioso, de búsqueda de lo común con el gentil, ciertos cristianos engalanan sus almas y sus palabras con valores tan del gusto actual como la solidaridad o la tolerancia, convertidas en poderosas abstracciones que permiten acoger en su seno tantas bondades como nefandos desmanes. Y al mismo tiempo olvidan la esencia personal del mensaje salvífico renunciando así a la fuente de la Verdad y el Bien, a Cristo, y con ello, a Dios mismo.
Cabe un Dios abstracto, tan filosóficamente procedente, pero no cabe un Cristo abstracto. Cristo es la realidad más abrumadora de la Historia de la humanidad, y su Persona es un escándalo insoportable para la abstracción manipuladora. Los valores cristianos sin Cristo son fino hilado de ateísmo sustantivo cubierto de religiosidad posmoderna. Son árbol sin savia, listo para ser cortado y modelado a gusto de leñadores deicidas. En hábil jugada, los neoanticristos han convertido a Cristo en un adjetivo y a Dios en un espacio en blanco, rellenado de acción social solidaria, ecologismo y pacifismo. «Llegarán días en los que en la cristiandad se tratará de resolver el hecho salvífico en una mera serie de valores», escribió Soloviev en su obra “Los Tres diálogos y el relato del anticristo”. La prevención ha sido recordada más recientemente por el cardenal Giacomo Biffi, para quien es obra del anticristo reducir el cristianismo a una ideología, en vez de ser un encuentro personal con Cristo.
 
Tales neoanticristos consideran un cuento la Inmaculada Concepción del Hijo del Hombre. El Nacimiento de Cristo se convierte para ellos en un intolerable hecho cuya celebración hay que reprimir al tiempo que la Navidad se reduce a mera ocasión para colgar de las calles principales de las ciudades la palabra “paz” en seis lenguas y pasar unos días complacidos. La Crucifixión del Mesías es un incómodo y sangriento suceso, cuya conmemoración es, por el momento, tolerada, al tiempo que se enfatiza su dimensión cultural en detrimento de su realidad religiosa. La Resurrección se convierte en muchos casos, incluso entre teólogos llamados católicos, en una metáfora. Como hechos históricos todos ellos, sin embargo, muestran la carne viva del Logos en constante provocación al poder de la abstracción manipuladora que busca, con su astuta apelación a los valores, separarnos de nuestro Rescatador y aquietar conciencias.
 
Las escuelas católicas deberían ser especialmente precavidas ante axiologías relativistas de agradecida abstracción manipuladora, impuestas por un Estado que estrangula la ley natural con un boletín oficial repleto de leyes inicuas y decretos obscenos. No deberían ser cómplices del ahogamiento social de Dios permitiendo la reducción de Cristo a un simple maestro de moral. Porque los valores cristianos sin Cristo son una sórdida falsificación del Cristianismo, una estafa monumental que merece reproche y rechazo. Sólo la persona del Cristo histórico y real, humano y divino, pueden ser Camino, Verdad y Vida, y no su imagen distorsionada por el espejo de la corrección política que huye de la radicalidad que exige ser discípulo de quien nos pide cargar con la cruz de cada día, y se ampara en abstracciones que diluyen el auténtico mensaje de Cristo: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, aquí y ahora.