El proyecto de construir una mezquita llamada «Córdoba» en la Zona Cero de Nueva York se ha convertido en un escándalo de tal magnitud —el 70% de los norteamericanos lo rechazan— que ha obligado al partido demócrata a rectificar su apoyo. La matanza masiva del 11 de septiembre, perpetrada por alucinados salidos de las oraciones de las mezquitas, no ha sido en vano para que ahora vengan esos imanes teñidos de buenismo con su doble lenguaje a predicarnos la alianza de religiones. Benedicto XVI ha sido uno de los abanderados de ese diálogo interreligioso, lo cual está muy bien, para desarrollarse en el Vaticano o Asís. Pero mientras esas conferencias no sea posible escucharlas en la mezquita de Islamabad o junto a la Kaba de la Meca, no hay nada que hacer. Será un discurso teórico, carente de sentido real, pues cientos de miles de cristianos o de judíos deben esconderse, o convertirse al islam, para no desaparecer de la faz de la tierra. O sea, como en España en el siglo XV.

¿Se imaginan ustedes a cientos de suicidas saliendo desaforados de templos cristianos o de sinagogas judías dispuestos a destruir todo lo islámico que encuentren a su paso? Desde nuestra civilizada mentalidad, cerraríamos las iglesias y las sinagogas. Pero, ¿qué hacemos con las mezquitas?: ¡Las subvencionamos! En Estados Unidos, la construcción de la mezquita «Córdoba» se ha tomado como una agresión, y con razón. Y en España nadie denuncia la elección del nombre: «Córdoba». Se sostiene que en la baja Edad Media ahí, en la ciudad andaluza, convivían las tres religiones. Más bien se toleraban, a veces a trompadas. Llamarle «Córdoba» a la mezquita de la discordia es significar el acento musulmán de Andalucía, del que no quedó rastro humano hasta este siglo XXI en que la inmigración marroquí y el dinero saudí los ha resucitado. Pero de esta agresión verbal casi nadie habla.

Publicado en el ABC