Hallábame destinado en Valencia como delegado regional de la Agencia Efe de noticias, cuando recibí una llamada telefónica algo apremiante de Rodolfo Martín Villa, que me tenía por amigo, para que me personara con urgencia en su despacho de Madrid. El político era a la sazón ministro delegado nacional de la Organización Sindical, o sean, los sindicatos verticales de Franco. Ya entonces, en las postrimerías del régimen franquista, venían registrándose huelgas salvajes, mejor dicho, ilegales, sobre todo en la minería y la metalurgia de la cornisa cantábrica, que se resolvían siempre a mamporro limpio de los “grises”, con el deterioro de la imagen de España que ello suponía en particular ante la Europa del Mercado Común.
 
Rodolfo recurrió a mí como “experto” o antiguo activista sindicalero –tres años liberado a cargo de la Internacional de los sindicatos cristianos- para que le aportara alguna idea a fin de acotar lo que empezaba a ser una amenaza seria a la estabilidad de aquel régimen. A mí el régimen no me importaba lo más mínimo, pero sí que se enquistara en el mundo laboral una manera de protestar violenta y montaraz, porque ello sólo podía beneficiar a los pescadores de río revuelto, en particular a los comunistas, que podían alzarse con el santo y la limosna, como finalmente ocurrió en Portugal con las corporaciones portuguesas.
 
Discutimos el tema y le propuse la solución que tenía más que pensada, entonces y ahora, que no he variado ni un milímetro. No autorizar ninguna huelga sin una asamblea previa del personal afectado y seguida de una votación con todas las formalidades inherentes a cualquier elección realmente democrática: jornada de reflexión, censo electoral, voto libre y secreto mediante papeletas opacas, y presididas o vigiladas por autoridad competente –en este caso algún inspector de Trabajo- al objeto de evitar fraudes. Personalmente estaba, y estoy, totalmente persuadido que el mero hecho de seguir unas formalidades dirigidas a garantizar la limpieza del sufragio, acaban con la inmensa mayoría de las huelgas. Los trabajadores, los operarios de cualquier empresa o sector, si les dejan veinticuatro horas para recapacitar, sobre todo para consultar con la parienta y la almohada, en general rechazan la fuerza y sus posibles consecuencias negativas y optan por alguna clase de apaño con el patrono. La gente, después de todo, es mucho más cauta y sensata de lo que hacen suponer los cabecillas de las revueltas, los demagogos de oficio.
 
A Martín Villa le pareció una fórmula justa y eficaz, pero en aquella época tenía una “pequeña” dificultad: las huelgas estaban radicalmente prohibidas, de modo que cualquiera que fuese el procedimiento adoptado para ejercer ese derecho básico del trabajador, estaba siempre fuera de la ley. Cabía un cambio de norma, pero en aquellas Cortes a ver quién era el guapo que se atrevía a ponerle el cascabel al gato, aunque no muchos años después se hicieron generosamente el harakiri para dar paso a la democracia. Las incongruencias y bandazos de los políticos, y si no que se lo pregunten a ZP.
 
Aquella fórmula que propuse entonces tiene ahora plena validez para acabar con el matonismo sindicalero y las partidas de la porra de los piquetes “informativos”, que por higiene cívica, deberían estar todos en la cárcel. Los usuarios que necesitan y pagan un servicio público, sobre todo si se presta en régimen de monopolio u oligopolio, han de tener siempre prioridad de uso sobre cualquier derecho o interés laboral o particular. Los trabajadores de ningún sector no son, en general, unos sujetos que disfrutan jorobando al personal pues, por lo común, son tan curritos como ellos, pero si se ven presionados y amenazados, se pliegan, como todo el mundo, a las consignas de los matones, que matones son ciertos dirigentes sindicales. A mí estas huelgas salvajes de días atrás en el Metro de Madrid, me ha recordado la espléndida película “La ley del silencio”, de Elia Kazan, interpretaba por Marlon Brando, defendiendo el derecho al trabajo frente a los capos mafiosos que monopolizaban el empleo de los estibadores en los muelles de Nueva York. Pura mafia y gansterismo, como ahora los bravucones de cierto sindicato del ferrocarril metropolitano.
 
Otro cantar son esos gremios privilegiados y minoritarios, como los controladores aéreos, convertidos en chantajistas recurrente, enemigos públicos de la sociedad, verdaderos sádicos que gozan estropeando las vacaciones o viajes necesarios a los indefensos usuarios, rehenes de sus privilegios y sus demandas desorbitadas. Para estos “especialistas” del chantaje, que viven espléndidamente a costa del contribuyente, vuele o no, siempre es poco todo lo que les conceden. Yo espero, para el bien de España, que venga alguien como Reagan, capaz de limpiar de mafiosos las torres del control aéreo. Hombre, y ya puestos, también los pesebres y establos de la Moncloa. Eso como mínimo, a ver si nos dejan vivir un poco en paz.