Obispos, rectores, formadores y directores espirituales de seminarios estudian cómo contrarrestar la creciente inmadurez con la que los jóvenes llegan al seminario.

La Santa Sede quiere ampliar la edad mínima para ordenarse, mientras en España se profesionaliza la formación humana y afectiva que reciben los candidatos al sacerdocio

Más de mil jóvenes se preparan en los seminarios de España para ser sacerdotes. A pesar de la sequía de vocaciones en Europa, España sigue siendo cantera de seminaristas, cuyo número, tras años de duro descenso, comienza a remontar. Según las estadísticas de la Conferencia Episcopal (CEE), la cifra de candidatos al sacerdocio se ha incrementado lentamente en los últimos ocho años, hasta los 1.300 de este curso.

La cifra total es algo menor que el año pasado (cuando había 1.357 seminaristas), pero esto es debido a que muchos de ellos acaban de ordenarse. Sí hay aumento con respecto al ingreso de nuevos seminaristas. De hecho, ya hay más nuevos seminaristas que curas recién ordenados: por los 150 sacerdotes que recibieron la consagración el año pasado, este curso han ingresado en los seminarios de España 270 jóvenes.

Con todo, el problema que más inquieta a la Iglesia en relación con los seminaristas no tiene que ver con los números. Como explica a Alfa y Omega el presidente de la Comisión de Seminarios y Universidades de la CEE, el obispo de Urgell, monseñor Joan Enric Vives, «los seminaristas son jóvenes como los demás, hijos de nuestra sociedad, y llegan con las mismas carencias afectivas, humanas y de maduración que sufren el resto de los jóvenes, y que son cada vez mayores».

Carencias que se ejemplifican en casos como el de C., incapaz de concentrarse en la oración por la costumbre de mirar Whatsapp cada poco tiempo; como R., que hablaba por teléfono con una amiga cada noche desde su habitación del seminario, ocultándoselo a su formador; o como el de M., hijo de divorciados y con grandes dificultades para mantener relaciones afectivas sanas. Todos ellos son casos reales, relatados a este semanario por distintos formadores y rectores de seminarios de España.

Y aunque, como explica monseñor Vives, «Dios no llama a personas perfectas para el sacerdocio, sino a hombres que están en un proceso continuo de maduración», desde los seminarios se trabaja para ver «cómo podemos ayudar a los seminaristas a hacer un mejor discernimiento de su vocación, y a formarlos para ser sacerdotes maduros, equilibrados y capaces de ser ministros de la misericordia de Dios».




La cuestión de la inmadurez humana y afectiva de los candidatos al sacerdocio no es exclusiva de España.

Según ha podido saber Alfa y Omega, la Santa Sede está ultimando una nueva Ratio fundamentalis (el documento que explica cómo debe ser la formación de los futuros sacerdotes), en la que, entre otras novedades, se plantea retrasar dos años –hasta los 27– la edad mínima para recibir la ordenación, o exigir que todos los seminarios incluyan un curso introductorio previo al ingreso definitivo.

También pone el acento más en «la configuración con Cristo» que en la formación académica; distribuye en siete años los estudios de Teología y Filosofía –que serán más profundos–, frente a los cinco actuales; y refuerza la etapa pastoral de los últimos años, insistiendo en la dimensión comunitaria para evitar el aislamiento y la soledad.

Antes de ser publicada, probablemente a lo largo de este año, la nueva Ratio está siendo analizada por obispos y responsables de seminarios de todo el mundo. También los de España. Todas estas novedades sonaron como música de fondo durante el Encuentro nacional de formadores de seminarios que organizó en septiembre la CEE, y cuyo ponente principal fue el jesuita Adrián López Galindo.

En declaraciones a este semanario, López Galindo –psicólogo, psicoterapeuta, director del máster Discernimiento vocacional y acompañamiento espiritual de la Universidad Pontificia de Comillas y miembro de la Escuela de Formadores de Salamanca– explica que «es muy importante que en la formación de los seminaristas se integren la vida espiritual y los aspectos humanos, afectivos y psicológicos. Para eso hace falta que los formadores estén bien preparados, que trabajen en equipo junto a los directores espirituales y rectores, y que cuenten –como ya hacen algunos– con psicoterapeutas de confianza, sensibles a la acción de Dios pero capaces de hacer una valoración médica».


Como señala López Galindo, no se trata de sustituir el acompañamiento espiritual por el psicoanálisis, ni de «jugar a ser psicólogos dando consejitos», sino de «llevar a cabo un acompañamiento personalizado que valore, de forma objetiva, la evolución en la vida espiritual y eclesial de la persona, su apertura a Dios y su entrega a los demás, y también las posibles patologías que pueda tener y que le impidan vivir con el equilibrio que necesita la vocación, o detectar las necesidades psicológicas y las carencias afectivas que con un buen diagnóstico y un buen tratamiento pueden irse superando».

Porque «no es serio tratar una depresión como una desolación espiritual; ni pensar que un joven que está todo el tiempo a la gresca y es incapaz de hacer amigos es solo un poco seco; o que hay un problema de pureza cuando se dan relaciones heterosexuales, homosexuales y masturbación, todo a la vez», añade, mencionando casos reales que han pasado por sus manos.

Uno de los seminarios donde se están reforzando estas líneas de trabajo es el conciliar de Madrid. Su rector, Jesús Vidal, explica que «el trabajo de acompañamiento personal es imprescindible para verificar la llamada de Dios, pero también la madurez de la persona, desde cuatro ángulos: humano, intelectual, espiritual y pastoral».

Un radio de trabajo personal que para el seminarista puede resultar un puzle amplio y, en ocasiones, complicado e introspectivo, pero que a la postre resulta útil y liberador. «Vamos hacia un modelo de formación que trasciende el ritmo de la formación académica, porque, por ejemplo, un joven puede terminar la Teología en menos años de los que necesita para integrar y sanar las heridas afectivas que arrastra desde niño», explica.

Para ello es clave «la transparencia con el formador y el director espiritual» y, sobre todo, no perder de vista que, «como decía Benedicto XVI, el seminario no es un lugar, sino un tiempo en el que la gracia de Dios ayuda a cada seminarista a crecer, a madurar, a conocerse para vivir en la verdad de su vida, y a descubrir si está llamado a ser otro Cristo, capaz de entregarse por completo a Él y a los demás, con libertad, con alegría y con decisión», concluye Jesús Vidal.