ReL traduce del italiano esta crónica en primera persona del carmelita italiano Federico Trinchero desde el Carmelo de Bangui, en República Centroafricana, repleto de refugiados. 

Tal vez sea un poco tarde para ofrecer un relato navideño, pero en el Carmelo de Bangui, en la República Centroafricana, la vida es como si siempre fuera Navidad. Y esta vez los niños son los protagonistas de lo que os voy a contar.

La mañana del 5 de diciembre de 2013, casi al final de la Misa, los golpes de armas pesadas se habían entrelazado con el canto de nuestras oraciones.

Solo en ese día, en los barrios de la ciudad, además de los saqueos y las casas incendiadas, fueron asesinadas casi 500 personas.

Aún no éramos conscientes de que esos disparos habrían cambiado - tanto y durante tanto tiempo - nuestra vida. Poco después llegaban a nuestro convento miles de personas. Casi sin darnos cuenta nos habíamos transformado de repente en un gran pesebre.

Ese pesebre sigue aquí, solo que las estatuillas se han reducido un poco: quedan casi cuatro mil, amadísimas todas ellas.

De vez en cuando recordamos con algo de nostalgia esos primeros meses: cuando los niños dormían en la iglesia, las mujeres daban a luz en el refectorio y nosotros comíamos arroz con judías en el pasillo de nuestras celdas.

No sucede todos los días - y sobre todo no pasa en todos los conventos - levantarse por la mañana, asomarse al refectorio y preguntarle al médico: «¿Cuántos niños han nacido esta noche?».

Y, siempre a propósito de los niños, causa una cierta impresión verlos crecer. ¿Os acordáis de Jean de la Croix, el primer niño nacido en el Carmelo el 13 de diciembre de 2013, en la iglesia del convento? Ahora camina y balbucea alguna palabra. ¡Qué bonito será contarle su historia un día!



Nosotros mismos estamos asombrados de cómo hemos conseguido llegar hasta aquí, conciliando las más o menos rigurosas exigencias de un convento carmelita con las igualmente legítimas exigencias de miles de prófugos. Estamos ya tan acostumbrados a su presencia que a veces nos preguntamos cómo ocupábamos las jornadas antes de su llegada, cuando era un convento normal. 

Y desearíamos casi sugerir a cada convento o monasterio que acogiese a unos cuantos prófugos, aunque sea sólo durante unos meses, para experimentar qué beneficios proporciona su presencia en la vida diaria, el recuperar un poco de determinación para volver a empezar con un nuevo impulso.

Desde hace casi tres meses la situación en la capital es indudablemente más tranquila. Pero es demasiado pronto para decir que ha estallado la paz: tal vez se han cansado sencillamente de hacer la guerra. Y desgraciadamente hay algunas zonas en el norte donde aún hay enfrentamientos y tensiones.

Mientras tanto, los doce mil soldados de la ONU se están instalando en todo el país. En principio hay prevista una conferencia de paz y si Dios quiere, antes de finales de año se llevarán a cabo las esperadas elecciones.

La vida de nuestro campamento de prófugos procede de manera bastante normal. El único gran cambio es la reubicación de muchas tiendas que, en lugar de estar adosadas al convento, ahora están a cierta distancia; es decir, a unos treinta metros. Nos sabe mal no tenerlos tan cerca como antes. Los prófugos han dado a sus nuevas tiendas nombres ambiciosos: Arca de Noé, Templo de Salomón, Casa Blanca

La Cruz Roja Internacional ha llevado a cabo un meticuloso censo con instrumentos de alta tecnología asignando a cada cabeza de familia una tarjeta con foto y código de barras. Dicho censo ha dado como resultado la presencia en nuestro lugar de más de mil núcleos familiares.

En los próximos meses deberían empezar las actividades para favorecer la vuelta a los barrios de origen.

Esperemos que vaya bien y que la próxima Navidad los prófugos puedan celebrarla en sus casas y no bajo tiendas de plástico.

Hemos pensado que celebrar una Eucaristía por todos los difuntos fuese el mejor modo de conmemorar el aniversario del 5 de diciembre: las víctimas de la guerra, quién ha muerto por construir la paz y todos los que han muerto por enfermedad en nuestro convento, ancianos y no pocos niños.

Además hemos recordado a todos aquellos que nos han ayudado y hemos dado gracias al Señor por todos los niños que han nacido en el Carmelo. La misa ha estado presidida por el padre Mesmin y yo he hecho la homilía.

Cuando he dado las gracias a los prófugos por habernos obligado a vivir el Evangelio me he conmovido un poco.

Después, en el momento del ofertorio, nuestros huéspedes nos han hecho una bonita sorpresa, casi como ofreciéndonos su contribución y para suplicarnos de continuar un poco aún, sólo un poco, ese milagro de la multiplicación de los panes iniciado un año antes.

Todos los responsables de las distintas zonas del campo han organizado una danza llevando dones que no eran para los pobres, sino para la comunidad: pan y vino (¡comprados por ellos!) y luego pescado, huevos, plátanos, tomates, pepinos y telas llenas de colores (que serán transformadas en doce camisas para cada fraile)… ¡Qué sabor a Evangelio tenía ese ofertorio!

Donar algo a un pobre es algo bello, que hay que animar a hacer, a lo que también nos acostumbramos y que te hace sentir como si fueras el salvador del mundo tranquilizándote la conciencia: pero recibir un don de un pobre es otra cosa muy distinta, que sucede cuando menos te lo esperas y que te pone la piel de gallina haciendo también que se te salten las lágrimas.

En mi carta anterior os había informado del inminente quinto centenario del nacimiento de nuestra fundadora, Santa Teresa de Jesús. Cada hombre o mujer carmelita que se respete está moralmente obligado a hacer un regalo a aquella que, cuando estamos entre nosotros, llamamos simplemente “la santa madre”. En lo que nos atañe, ha sido bastante fácil.

Precisamente la noche del 14 de octubre, vigilia de la fiesta de Santa Teresa, una pareja se presentó en el convento mientras estábamos en el momento de la recreación. No soy médico, pero el abdomen y los lamentos de la mujer me hacen comprender inmediatamente qué pasa. En poco segundos estoy sentado al volante de nuestro viejo Mitsubishi L200 mientras mis hermanos, intuyendo mi pensamiento, me saludan diciendo: «Esperemos que sea una niña, así la llamamos Teresa». A pesar del estado de la carretera intento llegar lo antes posible. ¡Sólo faltaba un parto en el coche! Cuando llegamos, me presento: «No soy el padre del niño, soy un padre del Carmelo». Las enfermeras se echan a reír y acompañan a la mujer a la sala de partos. El parto no es inminente y vuelvo al Carmelo.

A la mañana siguiente llega el padre que me informa que ha nacido un varón e insiste para que yo ponga el nombre al niño. Le pregunto porqué le importa tanto. «Mon père, también usted ha sufrido para traerlo al mundo». Dolores de parto aparte, tiene un poco de razón. «Y además, mon père, es el noveno niño que traigo al mundo. Con todo lo que ustedes, frailes, han hecho por nosotros, puedo renunciar a este privilegio». En esto tiene más razón que antes. Pero, ¿qué nombre ponerle? ¿Thérésien? ¿Teresianum? Una intuición. «Se podría llamar Joseph». Teresa, en lo que respecta a su devoción hacia este santo, no reparaba en gastos. Estoy seguro de que le gustará nuestro regalo. «¡Muy bien, mon père! Es el nombre de mi padre».

Y me doy cuenta de que es el nombre de quien me ha traído al mundo hace treinta y siete años.

Después llega la Navidad y el sueño de hacer un pequeño regalo a cada niño de nuestro campamento de prófugos casi no nos deja dormir. Hacer un regalo ya es un problema para quien tiene uno o dos hijos, imaginaos para quien de repente se encuentra que tiene más de mil.

Tal vez sea verdad que los niños africanos son más fáciles de contentar que sus coetáneos europeos… pero siguen siendo demasiados y son niños. Por lo que abandonamos este proyecto, como si fuera un mal pensamiento. Pero sucede el milagro. Evidentemente no éramos los únicos que teníamos este sueño.

La tarde del 24 de diciembre se presentan en el convento una veintena de señores distinguidos, muy serios y bien vestidos. Pertenecen a una desconocida asociación centroafricana. De sus coches descargan cinco enorme cajas y nos dicen: «Os hemos traído 1.600 juguetes para vuestros niños entre 0 y 5 años. Os pedimos que los distribuyáis apenas os sea posible». Y los distinguidos señores, enviados por vete a saber quien, desaparecen como habían llegado. Casi no parece verdad.

Nos organizamos rápidamente para la distribución. Dividimos los juguetes por género y llenamos 48 grandes bolsas. Cada fraile recibe cuatro bolsas y salimos del convento en fila india.

El padre Mesmin precede la procesión con la estatua del Niño Jesús. Nosotros lo seguimos con nuestros regalos, cantando, tocando y danzando al ritmo del tam-tam, las castañuelas y las campanillas según la mejor tradición carmelita (debidamente inculturada).

Los niños, después de un breve momento inicial de desconcierto, no caben en sí de la alegría. ¡Qué más da si este Papá Noel, en vez de tener la barba blanca, el vestido rojo y los renos, se ha multiplicado en doce jóvenes frailes, vestidos de marrón y ni siquiera todos con la barba, que saltan como locos detrás de la estatua del Niño Jesús!

En poco más de una hora conseguimos distribuir todos los regalos y desear Feliz Navidad a todos nuestros prófugos. Y confieso que en ese momento no hubiera querido estar en ningún otro lugar que no fuera este, con estos hermanos y esta gente.

Sigue una simpática representación navideña, una especie de pesebre viviente acompañado por la lectura del Evangelio. Nuestros amigos se han tomado alguna licencia bíblica: el censo se parece al de la Cruz Roja, los soldados romanos están vestidos como los Seleka y San José, que en el Evangelio no dice ni una palabra, aquí ha sido bastante locuaz.

Incluso se ha presentado ante la Virgen con una propuesta de matrimonio veloz, pero convincente: «María, si he entendido bien, porque sinceramente estaba dormido, Dios me ha dicho que debo tomarte como esposa. Si estás de acuerdo, tenemos que ir enseguida a Belén». Y la Virgen, al menos esta vez, no se ha hecho rogar.

Después hemos celebrado la Misa del Gallo a las siete de la tarde. Para nosotros ya es un signo de paz, puesto que el año pasado, a causa de la guerra, nos habían obligado a anticiparla a las tres de la tarde.

La mañana del día de Navidad la Misa es particularmente solemne porque están previstos doce bautismos. Una verdadera excepción porque nuestra iglesia no es parroquia. Para mí, misionero por casualidad y algo autodidacta, se trata de los primeros bautismos que administro en tierra africana. Entre los bautizados están Jean de la Croix, Teresa, Edith, Joseph… El paraíso carmelita tiene de qué alegrarse.



Los Alpini italianos en la fiesta de Navidad con los monjes y refugiados

En la Misa están presentes también los Alpini italianos guiados por el coronel Renna [los Alpini son una especialidad del arma de infantería del Ejército Italiano que en España correspondería a la Infantería de choque de montaña, ndt]. Una vez concluida la celebración extraen de los carros de combate pelotas, cuadernos y lápices de colores donados por los Alpini de Casale Monferrato, Torino y Como. Un regalo verdaderamente inesperado. ¡Qué bella esta Italia, discreta e imprevisible, inigualable por generosidad! Obviamente nuestros niños están encantados, pero también algo confundidos: hoy Papá Noel no es ni rojo ni marrón, sino ¡verde, lleva una chaleco antibalas y en la cabeza un extraño sombrero con una larga pluma negra!

Pero no penséis que todo ya ha acabado porque aquí la Navidad es algo serio. La noche nos reserva otra sorpresa. Es ya la una y media y estamos todos durmiendo cuando llaman a la puerta. Una mujer está a punto de dar a luz. Corro inmediatamente a despertar a Aristide, nuestro aspirante y válido enfermero. Después de visitarla, me dice que no conviene ir al hospital porque el parto es inminente.

Entonces los papeles se invierten: Aristide es el padre maestro y yo el novicio (y siendo sincero, un poco emocionado). En pocos instantes la sala del capítulo se transforma en sala de parto. Tenemos incluso un estetoscopio de madera para escuchar el latido del niño. Junto a la parturienta se sienta una mujer anciana, madre de ocho hijos. Mientras sus ásperas manos hacen girar un rosario consumido, ofrece valiosos consejos sobre cómo empujar, como respirar y otras cosas que no me habían explicado cuando estudiaba teología. Su tranquilidad es impresionante, como si supiera el momento exacto en el que ocurrirá el parto.

La parturienta no emite un solo grito, solo invoca y reza, como si no quisiera turbar el silencio del convento.

Llega al mundo una niña preciosa. Después de cortar el cordón umbilical, la recién nacida es colocada entre los brazos de la anciana que la seca, la viste, la acoge como si una cadena de generaciones, de sabiduría y de feminidad tuviera necesidad de mirarse y de abrazarse para continuar el ciclo de la vida. En ese momento interviene el padre. Recoge la placenta y el cordón umbilical para enterrarlos: un gesto ancestral, deseo de ulterior fecundidad. Está casi amaneciendo y dentro de poco sonará la campaña para la oración.

Aristide – ¡demos gracias a Dios por haberlo conocido unos días antes de que estallase la guerra! – bromea y sugiere que metamos a la niña en el pesebre, en el lugar de la estatua del Niño Jesús para ver la reacción de los otros hermanos. Se acuerda de que no hemos pesado a la niña. Nos trasladamos a la biblioteca, donde hay una gran balanza.

Deposito el pequeño cuerpo de la niña en el plato. ¡Qué romántica es nuestra Belén! No hay ángeles, ni pastores, ni Magos venidos de Oriente, sino libros de Platón, tratados de San Agustín y la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino. Después miro la balanza: 3500 gramos de vida, de esperanza y de paz.

(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)