“La tarea de la educación es formar a un niño concreto que pertenece a una nación concreta y a una época histórica concreta. Mucho antes de ser un niño del siglo XX, un niño nacido en América o en  Europa, un niño con talento o con alguna tara, un niño es un hijo de un ser humano. Yo, antes de hombre civilizado, al menos espero serlo, y francés criado en los círculos intelectuales parisinos, soy un hombre”. Son palabras de Jacques Maritain. El filósofo francés señala que el fin de la educación es la formación de hombres. Unos siglos antes, con otras palabras, Kant escribió idéntica idea en sus lecciones  sobre pedagogía: “únicamente por la educación el hombre puede llegar a ser hombre”. Recogiendo esta tradición humanista Benedicto XVI ha afirmado que la tarea del educador es “la formación de la persona a fin de capacitarla para vivir con plenitud y aportar su contribución al bien de la comunidad”. No importa en este momento los diferentes matices que introduce Benedicto XVI respecto de Maritain y Kant; lo relevante es que la labor educativa es consustancial al ser humano y, en consecuencia, quienes se dedican a ella tienen ante sí una labor apasionante.

            Vivimos tiempos de pesadumbre. Los valores de una sociedad hedonista se han caído como un castillo de naipes ante la realidad de la crisis; carente de certezas trascendentes, el hombre de hoy se siente acobardado y vacío ante la desaparición de un bienestar tan engañoso como destructivo. La rabia, la desesperación, el resentimiento, la desazón dejan a muchos inermes ante el espectáculo de una sociedad en quiebra no sólo económica, sino moral. No parece que esa moral laica que nos han querido imponer sirva para protegernos de la crisis que sufrimos.

            La raíz de muchas protestas actuales se halla en la rabia de perder un bienestar que creíamos eterno. Protestas justas, desconcierto justificado, enfado legítimo. Un ejemplo eminente lo tenemos en la educación.

            El sentir generalizado del docente actual es el de verse súbitamente en una situación de estrechez cuando ha nadado en la abundancia. Un poco como la sociedad española en general. La rabia de muchos, las protestas de otros, las huelgas de unos pocos, el ambiente muy enrarecido en muchos centros crean un ambiente que, aunque  comprensible, es ajeno a la labor educativa. Digo más: la perjudica.

            Maestros y profesores amargados. Docentes resignados. “Trabajamos más y cobramos menos”, dicen y tienen razón.

            En momentos de pesadumbre ser cristiano se revela una auténtica gracia. Porque  lo que consigue la fe es anclar al fiel en lo verdaderamente importante y relativizar aquello que nos inquieta. No sólo eso: aprovecha lo humanamente indeseable como una ocasión para crecer en la unión con el Señor. En momentos de crisis ser cristiano se manifiesta especialmente como un don precioso. También para el docente cristiano.

            Entre las consecuencias del hedonismo adormecedor de estos años y la  crisis actual está la pérdida  generalizada en el docente de la alegría de educar. No imagino una tarea más esencial desde un punto de vista individual y social como la de educar. Una tarea que debería producir en quien la acomete entusiasmo, alegría, energía. Todos hemos conocido a  aquellos maestros, prontos a jubilarse, que acometían un nuevo curso con unas ganas y un cariño hacia sus alumnos que  sorprendían. En efecto, hemos perdido lo principal, la alegría de educar.

            No es arriesgado afirmar que la alegría no es fin en sí mismo, sino una consecuencia que está vinculada a una tarea o persona que  la provoca. La alegría de educar es consecuencia de la relación con el alumno, de saberse importante en la formación de éste. Uno de los mensajes demoledores que circula en nuestra sociedad, aumido por muchos padres y docentes, es que ya no educa la escuela –tampoco la familia-, sino los amigos, los medios de comunicación, “la sociedad”. Falso. El maestro y el profesor son figuras de extraordinaria importancia para muchos niños y adolescentes. ¿Hay un trabajo más interesante que el de ayudar a un joven a adquirir madurez personal?, ¿hay algo más hermoso que el de ayudar a un joven a vivir plenamente su vida?

            Cada vez tengo más claro que el docente cristiano se caracteriza del que no lo es en que ve al alumno como una persona. Tratar al alumno como una persona no es sólo respetar sus derechos inviolables, sino considerarlo como hijo adoptivo de Dios, es decir, como un ser destinado a la eternidad. Por supuesto, es indiferente que el alumno sea creyente o no. El docente que ve al alumno de ese modo le importa los recortes, pero menos que a otros. Un profesor así está vacunado contra el desaliento y sobre todo habita en él una alegría que no es de este mundo.