De entrada, tengo que reconocer que asistí a la reunión con todos los recelos, sospechas y desconfianza que me producen las que convocan los profesores. En este caso, sin embargo, había varios elementos nuevos: se trataba de la universidad pública donde hacía unas semanas había comenzado uno de mis hijos sus estudios, además en sábado y para colmo, como ya estaban matriculados no se trataba de una   operación de  puertas abiertas para atraer nuevos alumnos.

 

Tras la presentación de los profesores que ocupaban la mesa presidencial, la responsable de de Ingeniería tomó la palabra para decirnos, más o menos, lo siguiente: “Somos conscientes de que han confiado en nosotros lo más valioso que ustedes tienen: sus hijos. En consecuencia les estamos muy agradecidos y podemos asegurarles que vamos a tratar y a enseñar a sus hijos como lo que son: su bien más preciado”. Estas sencillas palabras crearon un clima para mi más importante que la posterior información escolar o la visita a las magníficas instalaciones. El buen hacer de los  días siguientes, hoy ya años, me demostró que no eran unas palabras de cortesía.

 

Traigo a colación esta anécdota porque me hizo pensar en cómo se pueden hacer bien las cosas sin necesidad de grupo de expertos, de modelos de gobernanza, de planes estratégicos  o reformas estructurales de dudosa ejecución y responsabilidad. Conste que podría narrar muchas anécdotas en sentido contrario, de otras universidades, y contarlas como “usuario del sistema, con hijos en distintas universidades”, tal vez el indicador más fiable de la calidad de la educación ya sea universitaria o no.

 

La  consecuencia que extraigo es que uno de los elementos intangibles, pero no por ello menos real, y que contribuye a la calidad de la educación en todos sus ámbitos, ya sea escolar, familiar etc.,  es la confianza. Donde abunda es más fácil educar.  En sentido contrario, donde se instala la sospecha es casi imposible.

 

Tal vez uno de los elementos sobre los que no se ha pensado aún en profundidad es cómo la desconfianza, la sospecha, ha impregnado la educación española. Llevamos muchos años instalados en la cultura de la sospecha. Empezó el actual modelo educativo, que podemos  situar en los ochenta, más que sospechando, ridiculizando, anatematizando todo lo anterior, los métodos pedagógicos, los maestros, la familia, las instituciones educativas.

Esta sospecha se ha extendido, por distintos motivos, a todos los actores de la educación: se sospecha de los padres, incapaces de educar a sus hijos, se sospecha de los profesores incapaces de entender a sus alumnos y de enseñarles – es necesario que unos expertos le digan el qué, el cuándo y el cómo enseñar-,  se sospecha de los alumnos a los que se les permite todo, pero temiendo que nos la jueguen en cualquier momento. Y todos juntos, sospechamos de siempre cicatera y malintencionada. Por supuesto, de los políticos que a su vez, sospechan unos  de otros provocando vaivenes legislativos tan indeseables como habituales.

 

            La sospecha es producto  y a la vez, causa del miedo, y el miedo no ayuda a crecer que es de lo que se trata en educación. Por el contrario, la confianza es producto del amor, y el amor produce seguridad, colaboración. Dicen los filósofos que amar es aprobar, “dar por bueno”. Amar al otro es decirle: “es bueno que tú existas, tú puedes hacer cosas buenas”. En este sentido, el amor es anticipativo,  ya que el amado actúa tal como se espera de él.

 

            La educación tiene, en sus distintas vertientes, muchos paralelismos con el amor. Ya Tagore, pone en boca de una supuesta madre las siguientes palabras: “Diga usted de él, señor Juez, lo que quiera. Yo sé mejor que usted quién es mi hijo”.  Por eso, sin amar, sin ilusión, sin pasión es imposible educar.

Cuando el alumno sabe qué se espera de él, cuando es llamado no sólo para ser recriminado, sino para reconocerle su esfuerzo, sus logros, se consigue mucho más que cuando sólo es objeto de reproche. No se entienda esto como un canto fácil a la ternura o al permisivismo. San Agustín decía que “el amigo mientras te corrige, ama. El enemigo mientras te adula, odia”.

 

            Esta confianza, este reconocimiento y agradecimiento mutuo lo necesitamos todos los actores implicados en la educación. Oigo con demasiada frecuencia los reproches, las acusaciones de culpabilidad, las diferencias entre nosotros en lugar de hablar lo que nos une a todos los que compartimos la pasión por educar: el deseo de ayudar a crecer a los alumnos. Tal vez padres, profesores etc.,  y por supuesto los hijos y alumnos, tendríamos que oír mucho más el mensaje “es bueno que tú existas”.  Dicho de otro modo, falta Unidad en educación,  y  sólo en ella es posible la verdad, la belleza, el bien., que son el “leitmotiv” de la educación occidental.

 

Otras muchas cosas serán necesarias para mejorar la educación, pero sin la confianza que depende de todos y cada uno de nosotros,  no será fácil salir de la situación.  A veces tengo la sensación de que el aire que respiramos está compuesto de oxígeno, nitrógeno y sospecha. Si queremos que sea respirable  y rentable cambiemos la sospecha  por confianza. Cuesta poco y vale mucho.