Hoy quisiera hablar de amor a la Iglesia. Y espero que no se sorprendan de que esta sea mi primera ocurrencia cuando lo previsto, inicialmente, es que hable de educación. Pero es precisamente por esto, porque deseo seguir escribiendo sobre educación, por lo que me veo obligado a empezar por el principio.


El amor a la Iglesia no es un principio en el tiempo, ni siquiera lo es desde el punto de vista bibliográfico. Pues en el principio sólo estaba Dios y la primera fuente bibliográfica al respecto no es otra que la Sagrada Escritura. Dios y su Palabra son el principio. Sin olvidar ese otro principio que coincide con el momento histórico en el que la Palabra de Dios se hizo carne, preámbulo de la vida de la Iglesia a la que pertenecemos.

Entonces, ¿por qué afirmo que hablar de amor a la Iglesia es empezar por el principio de la cuestión educativa? Una pregunta que, si soy capaz de alumbrar, deberán ustedes contestarse. Pero vaya por delante que el amor a la Iglesia demuestra de quién nos hemos fiado y qué hemos elegido como meta. Y, en este sentido, es un principio como es, también, parte del final. Saber de dónde partimos y a dónde queremos llegar es condición necesaria para la realización de cualquier empresa y lo es, en particular, para la gran tarea que nos ocupa: la educación y, más en concreto, la educación cristiana.

Soy consciente de que el ámbito de la educación es amplio, tanto por aquello a que nos referimos con tal palabra como por la diversidad de los sujetos a que se aplica. El educando es un hombre (una mujer) que debe llegar a ser él mismo (ella misma) y, en consecuencia, la educación es en primer lugar un despertar a la humanidad.

Pero, ¿qué se entiende por “humanidad”?, ¿qué se entiende por “hombre”? Son cuestiones esenciales que sólo menciono tangencialmente en la medida en que sirven para enunciar la siguiente realidad: muchos cristianos hemos perdido de vista el hombre nuevo del que habla san Pablo y nos hemos dejado llevar por una idea secularizada de este. Hemos olvidado que “el objetivo de la educación cristiana es formar al fiel como hombre nuevo, con una fe adulta, que lo haga capaz de testimoniar en el propio ambiente la esperanza cristiana que lo anima”.

De manera más general, su santidad Benedicto XVI ha señalado recientemente este hecho en su carta apostólica Porta Fidei cuando afirma que en los compromisos sociales, culturales y políticos de los cristianos de hoy no sólo no aparece el presupuesto de su fe “sino que incluso con frecuencia es negado”.

Podemos pensar que el enemigo de la educación que queremos dar a nuestros hijos está fuera, llamémosle ideología socialista, materialista o relativista, y en gran parte es así, pero también el enemigo está en casa, está dentro de nosotros. Un enemigo que se regocija cada vez que cedemos en algún ápice de nuestra fe.

Y es desde la fe desde toma cuerpo mi reflexión sobre el amor a la Iglesia, pues como leemos en el Catecismo: “Como una madre que enseña a sus hijos a hablar, y con ello a comprender y comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia y la vida de la fe”.

Y si tal es la relación entre Iglesia y Fe, ¿qué aprecio debemos manifestar a aquella, nosotros que hemos elegido esa Fe como opción fundamental?

Cualquier observador imparcial diría que el aprecio debe ser máximo, hasta el extremo. Pero, como deja claro Benedicto XVI en su cita anterior, la claridad de una teoría no implica necesariamente su aplicación práctica. Y, si al inicio de este artículo decía que podía sorprender que comenzara a hablar de educación por el camino del amor a la Iglesia, mayor asombro debe producir que haya que hablar de ese amor a los cristianos. Pero si les hablo de ello es, precisamente, porque falta en muchos de nosotros.

Al llegar a este punto, entiendo que ustedes mismos están pidiendo una aclaración. No reduzco la Iglesia a las personas consagradas, ni a los laicos con una vocación singular; entiendo que la Iglesia está formada (aquí en la Tierra) por todos los bautizados e, incluso, me atrevo a cifrar su constitución en aquella hora décima (las 4 de la tarde) de la que habla san Juan en su Evangelio, pues, ¿qué es la Iglesia sino “una comunión de vida con Jesucristo”? Pero es verdad que ese amor, que ha de traducirse en unión a todos nuestros hermanos en la fe, quiero referirlo sobre todo al que manifestamos a su Jerarquía, que no es otra cosa –nada más y nada menos- que la continuidad del primer Colegio Apostólico. Y, de manera especial, a las enseñanzas que de ella recibimos.

Hecha la aclaración, me pregunto: ¿con qué respeto hablo de ella?, ¿cómo sigo sus indicaciones?, ¿cómo recibo sus palabras?, ¿cómo me uno a sus oraciones e intenciones?, ¿de qué modo afectan en mi vida sus juicios y criterios? ¿doy gracias por todos los medios que me brinda para alcanzar la propia santificación? (…)

Porque, como escribió el cardenal Newman, este es el punto central, (…) y asusta pensar que haríamos exactamente lo mismo que hacemos, ni mejor ni peor, si pensáramos que el cristianismo es una fábula” o una simple teoría para placer del intelecto o una religión más.

Es cierto que no hay un único camino en la educación cristiana, y quien diga lo contrario se está sirviendo de la Iglesia en lugar de servirla, como es igualmente cierto que sin amor a la Iglesia no puede haber una buena educación cristiana. En su ausencia, no es que se eduque equivocadamente, sino que no se educa cristianamente en modo alguno.

Acabo con la invocación de una santa (Iglesia triunfante) del siglo XX: “¡Oh Iglesia de Dios, tú eres la mejor madre, sólo tú sabes educar y hacer crecer el alma. Oh, cuánto amor y cuánta veneración tengo para la Iglesia, la mejor de las madres”



i S.S. Benedicto XVI. Exhortación apostólica Sacramentum caritatis, 2007, punto 64.
ii S.S. Benedicto XVI. Carta apostólica Porta Fidei, 2011, punto 2.
iii CIC 171.
iv S.S. Benedicto XVI. Encíclica Deus Caritas est, 2006, punto 1.
v Jn 1, 38
vi CIC 426.
vii J. H. Newman. Esperando a Cristo. Ed. RIALP, 1997, páginas 54-55.
viii Santa María Faustina Kowalska. Diario. Ediciones Levántate, 2003, punto 197.