En el año 2000, Juan Manuel de Prada publicó Las esquinas del aire, un retrato vital de la poetisa barcelonesa Ana María Martínez Sagi, fallecida a principios de aquel año cuando estaba a punto de cumplir los 93 años de edad. 

Escritora de cierta relevancia en la Cataluña de la Segunda República -con exitosas 'incursiones' en Madrid-, durante la Guerra Civil se convirtió inopinadamente, ella que era una burguesa clásica, en activista y propagandista del anarquismo. Al finalizar la contienda, el exilio y su propia desubicación literaria y personal fueron apagando su vigencia y relegándola al olvido y la desatención de editores y críticos.

Prada congenió con ella -hasta donde lo permitía su endiablado carácter- en largas conversaciones y acabó siendo depositario de numerosos recuerdos verbales y documentales de su vida. Pero, fallecida Ana María, además de rescatarla del anonimato, comenzó a investigar en las notorias incongruencias del relato que había recibido de sus labios. Ese estudio de más de veinte años cuajó en 2022 en la tesis con la que recibió el título de doctor cum laude en Filología por la Universidad Complutense de Madrid.

Un alarde literario y académico

Dicha tesis ha sido publicada en dos volúmenes bajo el título El derecho a soñar. Vida y obra de Ana María Martínez Sagi (Espasa). El escritor no ha dudado en calificarla como "la obra de mi vida", y ha de serlo por el tiempo y el esfuerzo que le ha consagrado (palpable en cada página) y el necesario vínculo afectivo que ello implica, según la célebre sentencia del Zorro al Principito de Antoine de Saint-Exupéry: "Es el tiempo que has dedicado a tu rosa lo que la hace importante".

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Pero, además de que ésa sea la percepción subjetiva del autor, sí es posible asegurar objetivamente que El derecho a soñar es una de 'las' obras de Prada por antonomasia, pues hace en ella una deslumbrante exhibición de talento.

La técnica escogida para esta obra es asombrosamente compleja y está asombrosamente bien resuelta. En el primer volumen nos encontramos con una biografía clásica, exhaustiva y cronológica, con un pertinente análisis de fuentes, desde el nacimiento de Martínez Sagi hasta su muerte. Sin embargo, el segundo volumen invierte el sentido cronológico de la narración y la repite empezando por el final y hacia su principio, pero ahora sometiendo a un escrutinio aún más riguroso cada instante vital de Ana María con el conocimiento que el lector ya tiene, pero ofreciendo una perspectiva completamente nueva.

Esta historia de ida y vuelta está llena de dificultades, pues exige una labor de filigrana para encajar y encadenar los sucesos hacia atrás y darle naturalidad al hilo narrativo. Prada lo consigue con precisión de orfebre, sin un solo error, sin que se aprecie un solo párrafo forzado ni un hilo suelto. Un auténtico alarde, que en ningún momento está concebido -ni se percibe- como mero adorno literario (no olvidemos que, pese a su elevación literaria, es un trabajo académico). Todo lo contrario: al final del segundo volumen, este original abordaje se revela técnicamente apropiado para resolver los enigmas que se proponía resolver.

Crímenes sin número y sin límites

Las aportaciones de Prada no son solo a la biografía de Sagi, sino al conocimiento de su contexto político y cultural. Y son muy relevantes en torno a un periodo en particular: la criminalidad anarquista en Aragón y Cataluña entre 1936 y 1939. 

Pese a su condición de burguesa catalanista simpatizante de un republicanismo feminista, laico y de izquierdas, pero no revolucionario, Ana María se enroló tras el 18 de Julio, en un salto difícil de explicar (quizá se halle la respuesta en su compleja personalidad y en sus resentimientos familiares) en las milicias anarcosindicalistas que sembraron el terror en las ciudades y en el campo con asesinatos, estragos y latrocinios sin cuento. Estuvo en el frente como reportera, resultando herida, y se convirtió en propagandista y activista de la CNT y de la FAI en el momento paroxístico de su violencia.

 

Una conversación con Juan Manuel de Prada sobre esta obra y su personaje, en la presentación del libro en Zaragoza.

Ana María Martínez Sagi vivió esos años felizmente rodeada de asesinos, en ocasiones incluso jaleándoles, y surge naturalmente la duda de qué participación pudo tener en aquellas acciones siniestras.

Porque son pavorosas las páginas que Prada consagra a la actuación anarquista, en manos de auténticos psicópatas, como Josep Serra, cuyo diario recoge con frialdad la mecánica de la "limpieza" en la Ciudad Condal: "Nos desplazábamos a las casas donde había que hacer el registro, nos llevábamos al sospechoso en camión y, cuando estábamos en un descampado de las afueras de Barcelona, les metíamos un tiro y los dejábamos en las cunetas... Recuerdo que uno de estos detenidos, antes de morir, nos dijo que no sabía por qué le matábamos. Pero le hicimos callar porque nuestro trabajo era matar y el suyo morir".

En Montcada funcionó a todo ritmo un horno crematorio de cemento que aniquiló el recuerdo de miles de víctimas. Recientemente, la Generalitat de Cataluña (gobernada por el mismo partido que entonces) se ha visto obligada a presupuestar y adjudicar un contrato para investigar esa fosa común, so pena de ser acusada de prevaricación en la aplicación de la "ley de memoria democrática". 

De cómo eran las cosas bajo el imperio del presidente de la Generalitat, Lluís Companys, queda constancia en El derecho a soñar. Y así, Prada recoge, entre otros, el testimonio del médico Moisés Broggi, que llegaría a ser jefe de cirugía de las Brigadas Internacionales. Al Hospital Clínico, cuenta, "al anochecer y a la madrugada llegaban las víctimas de los fusilamientos que tenían lugar fuera de la capital... El depósito de cadáveres... se mantuvo lleno durante toda la época. Aquella acumulación de cadáveres, a pesar de que se aceleraban los entierros, producía en ese verano de fuerte calor un hedor insoportable que se intentaba disimular con un líquido aséptico".

Es muy difícil averiguar si Ana María Martínez Sagi tuvo alguna participación directa y personal en crímenes de guerra. No hay constancia, a pesar de que ése fue su mundo durante casi tres años. Sin embargo, Juan Manuel de Prada sí apunta unos hechos con todos los visos de constituir una historia de redención protagonizada por la escritora.

La admiración por la orden de San Juan de Dios

¿Cuáles eran las creencias religiosas de Ana María? No hay en sus escritos una definición precisa y persistente, pero en ellos no se respira espíritu cristiano, salvo tangencialmente cultural. Durante la primera parte de su vida, hasta después de la guerra, puede calificársela como atea en la práctica -quizá no en abstracto-, y desde luego anticlerical. Ya durante la guerra, en algún escrito llegó a solazarse en los asesinatos de católicos por sus camaradas. Sin olvidar que uno de los hilos conductores de su vida fue su relación lésbica -que sabía contraria a los cánones morales en los que se había formado- con la también poetisa Elisabeth Mulder, cuyo desapego posterior la rompió afectivamente para siempre.

Sin embargo, en las cartas de Sagi hay algunos reconocimientos al mensaje cristiano (normalmente en invectivas contra quien cree que lo tergiversa) y algún atisbo de oración en momentos dramáticos, quizá solamente resabios nostálgicos de una fe infantil pronto perdida. Y su evolución personal postbélica incluye algunos hechos difícilmente comprensibles sin una cierta fe o un cierto sentimiento religioso, como la arenga eucarística que dirigió a sus sobrinos cuando hicieron la Primera Comunión, o sus años de trabajo en la revista literaria Mátines del sacerdote francés François Ducaud-Bourget (1897-1984), quien tras el Concilio Vaticano II se convirtió en uno de los más destacados militantes de la causa tradicionalista.

En cualquier caso, y pese a su indefinición, lo cierto es que guardaba un gran afecto a los hermanos de San Juan de Dios. En 1935, en un periodo particularmente amargo de su vida, dedicó un reportaje en Crónica, publicación de la época, a un asilo para niños desamparados que los frailes de la orden hospitalaria tenían en la avenida Diagonal de Barcelona.

"Aquí", analiza Prada, "vuelve a aflorar una Ana María que olvida por un instante sus asperezas y despechos de resentida para emocionarse con el gesto de unos niños postrados en el lecho de la enfermedad que le regalan «sus libros, sus colecciones de cromos, los balones y los trenes que tal vez no podrán hacer correr nunca»". La escritora ensalza el "fervor ejemplar", la "abnegación admirable" y el "espíritu de sacrificio digno de alabanza" de los religiosos que les atienden.

Hospitalarios asesinados

¿Cómo podía pensar ella entonces que se vería salpicada ("colateralmente", precisa el autor de El derecho a soñar) por el asesinato de siete jóvenes frailes de esa orden? Unos hechos que dejarán "una huella indeleble en su memoria, y tal vez una sombra de remordimiento".

Lo sucedido es un buen ejemplo de cómo sucedían las cosas en la retaguardia frentepopulista. 

Los siete jóvenes hospitalarios colombianos asesinados el 9 de agosto en Barcelona. Foto: 'El derecho a soñar'.

Tras el Alzamiento Nacional, ningún sacerdote, religioso o religiosa está seguro en Madrid, que queda bajo control del Frente Popular. Siete religiosos colombianos de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, todos ellos menores de treinta años, que se hallaban completando su formación en un centro psiquiátrico de Ciempozuelos, son acogidos por el embajador de Colombia en Madrid, Carlos Uribe Echeverri. El diplomático les extiende un salvoconducto para que puedan viajar a Barcelona y embarcar de regreso a su país. 

Pero al llegar a la Ciudad Condal, son capturados por milicianos anarquistas, para quienes la protección diplomática no supone freno alguno. Dos días después, el 9 de agosto, son fusilados, rematados con un tiro en la frente, y arrojados a la "escombrera humana" en que se han convertido los sótanos del Hospital Clínico.

A ese depósito tuvo que acudir el cónsul de Colombia en Barcelona, Ignacio Ortiz Lozano, quien sabía que llegaban a la estación de ferrocarril y acudió a recibirles, sin éxito. Tras días de búsqueda infructuosa siendo rebotado como pim-pam-pum entre checas e instituciones oficiales y tratando con hampones ungidos repentinamente de un poder omnímodo, Ortiz Lozano, tras conocer la masacre, acudió a la horrible morgue.

La escena, narrada por él mismo, es dantesca. Se acumulan ciento veinte cadáveres, "la macabra cosecha del día", en medio de una "fetidez inaguantable". El "feroz miliciano" que le acompaña va moviéndolos con un gancho y a patadas para irle mostrando las caras: "Los ojos estaban fuera, los rostros sangrantes, todos oprobiosamente mutilados, desfigurados, inconocibles, horribles". El diplomático, tras lograr identificarlos por los documentos que llevaban (pues, "aun conociéndolos, no les habría podido identificar"), manifiesta su intención de protestar. "Haga lo que le dé la gana", contesta su "miserable" acompañante, conocedor del efecto nulo que tendrá cualquier gestión de ese tipo en la consentida orgía de sangre en que los compañeros de Ana María -aunque no solo ellos- han convertido Barcelona.

Delatados

Pero en este caso se da  una circunstancia muy especial que afecta a Ana María, y es que su cuñado, Jorge Arturo Muñoz Currea, esposo de su hermana Mari Pepa, es el secretario del consulado colombiano en Barcelona, teóricamente el colaborador más estrecho de Ortiz Lozano. Pero no era así en realidad, sino que se guardaban mutua animadversión, y semanas después, en medio del debate político en Colombia en torno a la actuación de su gobierno ante el caos español, se producirá un cruce de acusaciones entre ambos.

Es entonces cuando el cónsul escribe en El Tiempo de Bogotá, el 15 de octubre de 1936, en un artículo titulado Por qué salí de Barcelona, que los milicianos conocían sus actividades de protección a los refugiados "porque el secretario del consulado, señor Muñoz, tiene, por su familia catalana, conexión con los milicianos. Y yo tengo motivos para saber que él tuvo grave parte en la difícil situación que se me creó con los milicianos, no con el gobierno... La cuñada de Muñoz, Ana María Martínez, es miliciana activa y se ufanaba de haber participado en el bombardeo del templo de la Virgen del Pilar de Zaragoza".

Prada considera inverosímil (incluso cronológicamente) la participación de Sagi en ese bombardeo, pero -buen conocedor de su personalidad- no ve inverosímil que ella se ufanase de haberlo hecho. 

En cuanto a las acusaciones de Ortiz, que claramente está insinuando que los hospitalarios pudieron ser víctimas de una delación sobre el día y hora de su llegada a Barcelona, y que esa delación podía tener su origen en el vínculo familiar entre Muñoz y Ana María, Prada las considera "no demasiado fundadas" y "acaso calumniosas". Y, de hecho, Muñoz se mantuvo en el cargo después de la victoria nacional y a pesar del cambio político en Colombia, al ser elegido presidente Eduardo Santos Montejo, tío de la esposa de Ortiz Lozano. Los descendientes de Muñoz Currea, por su parte, aportan sus recuerdos personales de que intentó salvar y salvó "a todos los curas y monjas sudamericanos que pudo".

¿Una expiación?

Sin embargo, hay un hecho llamativo que abre todas las posibilidades.

Hablamos del importante legado que dejó Ana María a la Orden de San Juan de Dios, cifrado en 5 millones de pesetas (30.000 euros), y probablemente mayor, pues según su sobrino nieto pudo ser equivalente al total de lo recibido por sus tres sobrinos, que fueron 9 millones de pesetas (45.000 euros). Era conocida y pública su admiración por la orden, en cuyo hospital de Manresa ingresó algunas veces durante su ancianidad, pero ¿son suficientes ambas razones para un legado sin duda "tan reseñable" como lo considera Prada, el mejor conocedor de la singladura y de la psicología de esta peculiar mujer?

Para la ejecución testamentaria, en representación de la comunidad hospitalaria de Manresa intervino su superior, Josep Farrés i Xandri, durante muchos años capellán del Hospital Sant Joan de Déu: "A buen seguro prestaría en más de una ocasión consuelo espiritual a una convaleciente Ana María, o incluso escucharía su atribulada confesión, en la que podría haber descargado su conciencia de pecados antiquísimos. Tal vez... recordase a aquellos siete jóvenes hospitalarios colombianos que fueron abominablemente martirizados el 9 de agosto de 1936 en Barcelona... Al destinar un legado a los hospitalarios de Manresa, Ana María no podría evitar un recuerdo compungido o contrito para aquellos inocentes masacrados por sus conmilitones en las jornadas más sangrientas de la revolución".

Lo cierto es que en las 1700 páginas de profundización absoluta en la vida, las obras, las cartas, los pensamientos y los testigos de Ana María Martínez Sagi no se encuentra un solo argumento que justifique una generosidad de tal magnitud proporcional hacia una obra de la Iglesia. Es entonces cuando aparece la sospecha de un descargo de conciencia -inspirado, si fue así, por siete mártires- por un crimen que debió espantarla.