Una guía para conocer todo lo que se habla de Cristo y hace referencia a Él en el Antiguo Testamento. Esta es la nueva obra de Fernando Poyatos, titulada Encuentro con Jesús en el Antiguo Testamento, de la editorial De Buena Tinta, que se une así a otras obras del autor como Comunicación no verbal y Liturgia, Pastoral de la salud, Pastorea a mis ovejas y Quédate con nosotros.

Poyatos explica a ReL que hace este libro diferente a otros publicados sobre esta temática:

- ¿Qué hace al libro Encuentro con Jesús en el Antiguo Testamento diferente a tantos libros que existen sobre Jesús y sobre la Biblia y qué motivación lo inspiró? 
- Que es más bien un encuentro suyo con nosotros con un objetivo muy específico que supone  una gran ayuda incluso para el lector habitual de la Biblia, pues nos dice nuestro Catecismo que «Toda la Sagrada Escritura no es sino un libro, y ese libro es Cristo, porque toda la divina Escritura habla de Cristo, y toda la divina Escritura se cumple en Cristo» (134). Pero la mayoría de los católicos prestamos muy poca atención al Antiguo Testamento, heredado de nuestros  hermanos mayores en la fe, los judíos, porque no se nos ha formado en la clase de fe que nos haga ver que amar a Cristo, Palabra de Dios encarnada, es conocerle y amarle íntimamente también en cada uno de los libros de la Biblia, desde Génesis al Apocalipsis. Por eso, esta guía ―bien como lectura personal o como curso bíblico, que yo mismo he impartido en varias ocasiones― es como el encuentro de Jesús resucitado con aquellos discípulos en el camino de Emaús, cuando le dijeron «Quédate con nosotros», y Él, «comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras» (Lucas 24,15:27).

- ¿Y de qué maneras encontramos a Jesús a lo largo de todo el Antiguo Testamento?
- Concretamente: en pasajes proféticos concretos que anuncian su nacimiento y misión (ej., Is 7:14);  en parábolas que luego Él reflejaría en sus enseñanzas (ej., el Buen Pastor, en Ez 34:5); en referencias proféticas a situaciones y acontecimientos de su vida y Pasión (ej., Isaías 53:7; Ezequiel 34:5); en palabras de las Escrituras que el mismo Jesús citó literalmente durante su ministerio (ej., «Misericordia quiero y no sacrificios», en Mateo 9,13, de Oseas 6:6); en otros pasajes y sucesos a los que se refirió (ej., sobre Jonás 2:1; 3:5, 810); en situaciones e ideas que nos recuerdan su vida (ej., milagros de Elías en 1 Reyes 17:11-24 y de Jesús en Lucas 9:1217); y en gran número de pensamientos y prescripciones que Jesús usó y mejoró, pues ya dijo: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud» (Mateo 5:17). Sin embargo, incluso en la Santa Misa escuchamos con menos interés las lecturas del Antiguo Testamento, el salmo responsorial no suele incluirse en homilías ni moniciones, y la liturgia prescribe que al menos se identifique su número, ya que los salmos eran las oraciones de Jesús y de los judíos de antes y ahora.


Puede adquirir aquí en OcioHispano el último libro de Fernando Poyatos

- ¿Algunos ejemplos concretos?
- Sí, pero antes quisiera solo mencionar que, además de los pasajes que, por ejemplo, anuncian, con detalles sobrecogedores, la persecución, pasión y muerte de Jesús, hay en el Antiguo Testamento otros menos obvios, pero igual de fascinantes, como el despojar de su túnica a José, en Génesis, para más tarde ganarse el favor del Faraón, que dice al pueblo: «Id a José y haced lo que él os diga » (41:55 ), ―¡como dijo María en Caná!, ¡como dijo el Padre en la Transfiguración!―, prefiguración de la gloria con que el Padre llenaría a su Hijo, porque, como dijo José, Dios sacó bien del mal, lo mismo que la muerte de Cristo en la cruz se convirtió en la victoria suya y nuestra sobre el mal. O cuando el rey David, perseguido por su propio hijo y su gente, y Jesús antes de su arresto, fueron hacia el Monte de los Olivos (y Ajitófel, consejero de David, y Judas Iscariote, los conspiradores, se ahorcaron los dos).

Pero este encuentro con Jesús empieza en el mismísimo comienzo de Génesis: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo [...] Dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz» (1:1-3). La primera vez que la Palabra de Dios se dejó oír. Y ¿cómo empieza el evangelio de San Juan? Con esa fascinante imagen antes de la creación: «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo [Dios Hijo, Cristo] era Dios» (Jn 1:1), para decir poco después: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1:14). Más tarde, en el capítulo 4 de Génesis, vemos a Abel, inocente, primera víctima de sangre de la historia y primera prefiguración de Jesús, muerto en la cruz por nosotros como la última y perfecta víctima, «la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel» (Heb 12:24), una sangre cuyo poder podemos ahora invocar: “Que tu sangre preciosa, Señor, nos proteja”, o “Que tu sangre preciosa toque todo lo que en mi hermana está enfermo”.

- Lo que ocurrirá a veces es que, precisamente al saltarnos en el Antiguo Testamento pasajes que nos parecen tediosos, nos quedamos sin disfrutar de algunos donde encontramos a Cristo, y este Encuentro con Jesús en el Antiguo Testamento nos los desvela y nos familiariza con ellos.
- Efectivamente, como me ocurría a mí hace años con las detalladas instrucciones que en Éxodo da Dios a Moisés en el Monte Sinaí para el equipamiento de su Morada, donde nos encontramos, por ejemplo, con aquel velo del santuario que solo el sacerdote podía traspasar para acercarse a Dios, anunciándonos lo que le ocurriría cuando Jesús expirara en la cruz por nuestros pecados: «Entonces el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo» (Mt 27:51), gracias a lo cual ahora podemos acercarnos a Dios Padre a través de la carne desgarrada de su Hijo, «teniendo libertad para entrar en el santuario, en virtud de la sangre de Jesús, contando con el camino nuevo y vivo que Él ha inaugurado para nosotros, a través de la cortina —o sea, de su carne— y teniendo un gran sacerdote al frente de la casa de Dios» (Heb 10:19-21).



- También tenemos en ambos Testamentos un tema tan actual, tras el Sínodo sobre la familia, como es el de la indisolubilidad del matrimonio.
- Por supuesto. En Deuteronomio 24:1-4 encontramos la cuestión del divorcio en palabras hoy mal interpretadas por algunos, cuando nunca fue parte del plan de Dios, que había instituido el matrimonio y detestaba el divorcio. Y en Malaquías se nos advierte: «no traicionéis a la mujer de vuestra juventud [...] Porque yo odio el repudio —dice el Señor, Dios de Israel» (Mal 2:1516). Por eso Jesús, citando Génesis 1:27, lo aclara sin ambigüedad: «¿No habéis leído que el Creador, en el principio, los creó hombre y mujer [...]? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre [...] si uno repudia a su mujer —no hablo de uniones ilegítimas [“a no ser por fornicación”, Biblia De Navarra]— y se casa con otra, comete adulterio» (Mt 19:4,6,9). Así pues, Dios Padre y Dios Hijo nos confirman la absoluta indisolubilidad del matrimonio afirmada por la doctrina de la Iglesia.

- ¿Se hace alguna alusión a María en este libro sobre el Testamento?
- ¡Cómo no! A María como madre de Cristo y a alguna otra mujer relacionada con ella o con ambos. Por eso menciono a tres mujeres del Antiguo Testamento y a dos del Nuevo. En Josué 2:1,3,6,812, encontramos a Rajab, prostituta de Jericó, como antecesora de Jesús, instrumento de Dios para ayudar a los dos espías israelitas que exploraban la Tierra Prometida y uno de los modelos de fe en la Biblia, lo cual nos lo recordaría muchos siglos después la Carta a los Hebreos: «Por fe, la prostituta Rajab acogió amistosamente a los espías y no pereció con los rebeldes» (11:31) y la del apóstol Santiago: «Rajab, la prostituta, ¿no fue justificada por sus obras al acoger a los mensajeros y hacerles salir por otro camino?» (2:25). Por eso encontramos a esta cananea, ya convertida, en la genealogía de Jesús con que se abren los Evangelios, pues, al casarse con un judío, llegó a ser tatarabuela del rey David y, por tanto, antepasada de Jesús —«Salmón engendró, de Rajab, a Booz»  (Mt 1:5)—, como lo fue Rut, abuela de David, por haberse casado con Booz. Recuerdo que nos contó hace muchos años en un retiro la dominicana María San Giovanni (fundadora de la comunidad laica Siervos de Cristo) cómo se resistía a dar un retiro a un grupo de prostitutas y, estando bastante tensa en la capilla antes de comenzar, el Señor cambió sus sentimientos haciéndole fijarse en unos lirios que había allí y diciéndole: “Pues ellas son como esos lirios”.

Bueno, más tarde, en 1 Sam 2:110, encontramos a Ana, a quien le nace Samuel (como a María, milagrosamente, ya que, en su, caso, era estéril), y escuchamos su cántico de alabanza (que cuando en la liturgia se nos da como salmo responsorial, lo habitual es que nadie nos lo identifique como lo que es, el cántico de Ana), muy parecido al Magníficat de María unos mil años más tarde, cuando el ángel le anuncie el nacimiento de Jesús (que tampoco se identifica debidamente cuando es una lectura de la Misa). Pero hay otra mujer del Antiguo Testamento que también nos recuerda a María: Judit, en el libro que lleva su nombre, que confía en la sabiduría de Dios ―lo mismo que más tarde «María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2:19), «Su madre conservaba todo esto en su corazón» (Lc 2,51)―, y así como en su piadosa disposición Judit, al declarar que la fuerza de Dios no reside en guerreros, porque es el Dios de los humildes, a quienes protege por encima de los poderosos (9:1112; 16:217), nos anuncia el Magnificat, la aclamación de alabanza ante cómo Dios libera a los humildes (Lc 1:46-55). Y cuando leemos la alabanza de Ozías a Judit: «Hija, que el Dios altísimo te bendiga entre todas las mujeres de la tierra» (13:18), y la del sumo sacerdote y los ancianos: «Tú eres la exaltación de Jerusalén, la gran gloria de Israel, el gran honor de nuestra gente» (15:9), nos resuenan enseguida las palabras de Isabel (llena del Espíritu Santo) cuando la visita María, con Jesús en su seno: «¡Bendita tú entre las mujeres [...]!» (Lc 1:42). Nosotros mismos la ensalzamos con las palabras de Ozías en una de las antífonas de las Laudes en la fiesta del Inmaculado Corazón de María.



- Todo ello pruebas del maravilloso engranaje que Dios iba desarrollando en su plan de salvación. ¿Y los milagros de los antiguos profetas, que prefiguran los de Jesús?
- Otro fascinante tema para, con la Biblia en la mano, personalmente o en un curso, pasar de un Testamento al otro. En 1 Reyes y 2 Reyes presenciamos los milagros de Elías y Eliseo que no solo nos llevan a Jesús, sino, como otros muchos en toda la Biblia, a su réplica en la actualidad (si queremos enterarnos, en lugar de considerarlos como algo de aquellos tiempos). En 1 Reyes 17, Dios obra a través de Elías dos milagros para la viuda en cuya casa se hospeda, a los cuales se refiere Jesús (Lc 4:24-26) cuando habla de que le rechazan en su propia tierra y por eso Dios se manifiesta entre los gentiles: multiplicarle la harina y el aceite durante una época de sequía y hambre, como Jesús multiplicaría los cinco panes y los dos peces (Lc 9:1217) ―de cuyas versiones hoy día incluyo ejemplos―, y la primera resurrección que encontramos en la Biblia, la del hijo de aquella viuda (recordado en Eclesiástico 48:4-5) , como haría Jesús por otra viuda (Lc 7:1115). Despúes, en 2 Reyes 4, en cuatro de los milagros de Eliseo encontramos un vivo anuncio de la compasión de Jesús (y también especialmente entre los humildes): la multiplicación del aceite de la viuda y la multiplicación de los veinte panes, cuando Eliseo dijo: «“Dáselo a la gente y que coman, porque así dice el Señor: “Comerán y sobrará” [...]», lo mismo que hizo Jesús (Mt 14:19-20), con una diferencia: que Eliseo recibió la palabra de Dios, mientras que Jesús, que era Dios, simplemente dio gracias a su Padre.

- Y de la comida podemos pasar al ayuno, algo conservado hasta hoy día por tantos cristianos no católicos, por ejemplo, en la Iglesia Pentecostal.
- Sí, primero, como complemento de la oración. En  Tobías 12, Tobit llega a decir que «Más vale la oración sincera con ayuno». Y en todo el Antiguo Testamento, como después en el Nuevo, se nos aconseja, y se nos demuestra con ejemplos reales, la práctica de ayunar en sí misma o como complemento a la oración. Por eso, en el Sermón de la Montaña Jesús no nos dice «Si ayunáis», como algo optativo, sino (como con la limosna), «Cuando ayunéis» (Mt 6,16). Y cuando en Mateo 17,21 y Marcos 9,29 los discípulos se sorprenden al no haber podido sanar a un muchacho endemoniado a quien Jesús sí sana, Él les dice (en algunas versiones): «Esta clase [de demonios] solo se expulsa con la oración y el ayuno» (Mt 17,21). Por eso, sus discípulos seguían su consejo y, por ejemplo, «Un día que estaban celebrando el culto al Señor y ayunaban, dijo el Espíritu Santo: “Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado”» (Hechos 13:2).

- ¿Qué otros temas hace resaltar este “encuentro con Jesús” en toda la Biblia?
- Uno muy importante, entre otros muchos, es la esperanza en la resurrección y la vida eterna a través de Cristo Resucitado y la oración por las almas del purgatorio. Leyendo algunos libros de la Biblia cronológicamente vemos cómo hasta en algunos de los últimos del Antiguo Testamento no empezó el pueblo de Dios a tener esperanza en una  existencia después de la muerte. Y eso que ya en Éxodo 3:6 (siglo VI a. de C.) dice Dios a Moisés desde el arbusto en llamas: «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob», que Jesús citaría a propósito de la resurrección (Mt 22:31-32). En los Salmos (escritos desde el siglo XI al II a. de C.), leemos palabras deprimentes como: «en el reino de la muerte nadie te invoca, y en el abismo, ¿quién te alabará?» (6:6), como nos dicen algunas personas sin fe: “¡Nadie ha vuelto para contarlo!”; «Los muertos ya no alaban al Señor» (15:17); «¿Te va a dar gracias  o va a proclamar tu lealtad?» (30:10); «¿Harás tú maravillas por los muertos? ¿Se alzarán las sombras para darte gracias?» (88:11). Y en Isaías (siglo VIII a. de C.) leemos aún: «El abismo no te da gracias, ni la muerte te alaba, ni esperan en tu fidelidad los que bajan a la fosa» (38:18), es decir, que  todo cuanto de Dios podemos esperar es solo en esta vida. Pero a Job (siglo VI a. de C.) le oímos decir ya: «Mi testigo está ahora en el cielo» (16:19), y expresa su esperanza en Él: «Yo sé que mi redentor vive» (19:25), y en la resurrección: «Yo mismo lo veré, y no otro; mis propios ojos lo verán» (19:27). Pero aún el Eclesiástico o Qohélet (mediados del siglo II a. de C.), llama al pecador al arrepentimiento y nos dice, sin esperanza alguna tras la muerte: «¿Quién alabará al Altísimo en el abismo, si los vivientes no le dan gloria? La alabanza no puede venir de un muerto que ya no existe, sólo el que vive y goza de salud puede alabar al Señor» (17:27-28). En cambio, en Sabiduría (principios del siglo I a.C.) encontramos un cambio positivo al hablar del destino de los justos con palabras que reflejan la creencia en la vida más allá de la muerte corporal: «Los insensatos pensaban que habían muerto, y consideraban su tránsito como una desgracia, y su salida de entre nosotros, una ruina, pero ellos están en paz» (3:1-3). Pero donde más claro se ve por primera vez esta esperanza es en 2 Macabeos (siglo II a.C.), cuando el anciano Eleazar prefiere el martirio a exponerse al juicio de Dios: «no me libraría del Omnipotente, ni vivo ni muerto» (6:26); y el cuarto de los siete hijos que mueren con su madre dice, a punto de morir horriblemente martirizado dijo: «Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará» (7:14), y su madre les anima: «Él, por su misericordia, os devolverá el aliento y la vida» 7:23), un ejemplo que dos siglos más tarde inspiraría a los mártires cristianos y a los que presenciaban la muerte de Esteban o del apóstol Santiago, viendo en ello el reflejo de Cristo crucificado.

Y en otro libro del siglo II a. de C., Daniel, encontramos otro pensamiento teológico importante: «Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán: unos para vida eterna, otros para vergüenza e ignominia perpetua» (12:2). Y Jesús nos dice de Él mismo como nuestro Juez: «los que están en el sepulcro oirán su voz: los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; y los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio» (Jn 5:28-29).

- ¿Y algunos pasajes menos obvios que nos lleven a Jesús?
-  Por ejemplo, Isaías 51:17. «¡Despierta, despierta, ponte en pie, Jerusalén!, que bebiste de la mano del Señor la copa de la ira, apuraste hasta las heces el cáliz de vértigo». Aparte de que lo de “beber el cáliz” lo asociamos a las palabras de Jesús en su oración en Getsemaní antes de su pasión (Mt 26:39), en el Antiguo Testamento “cáliz” simboliza el sufrimiento, y la imagen “copa de la ira”, repetida como “cáliz de vértigo”, representa en la Biblia el juicio que el pueblo de Dios debe sufrir por sus pecados (ej., Sal 75:8; Jer 25:15) y, por tanto, la copa que Jesús bebería por los nuestros. Pero encontramos algo más aquí: la «copa» y el «bautismo» de que habla Jesús a Santiago y Juan en Marcos 10:38-39 enlaza su bautismo en el Jordán con su muerte en la cruz. Por eso el bautizar a un niño metiéndolo en el agua (si no por inmersión, al menos simbólicamente por infusión tres veces) significa que muere y es enterrado con Cristo, que murió para rescatarle de su naturaleza pecadora, y el sacarlo del agua simboliza su resurrección y nueva vida con Cristo, limpio ya de ese pecado. 

Otro tema para encontrar a Jesús es el de los falsos profetas. En Miqueas  Dios condena a los falsos profetas que «extravían a mi pueblo, que, mientras sus dientes tienen qué mascar, pregonan: “Paz”» (3:5); es decir, confundiendo a la gente diciéndole lo que quieren oír, como sigue ocurriendo hoy con personas cuyas opiniones creemos que debemos respetar por ser quienes son, incluso en los medios de comunicación y en libros que a veces encontramos engañosamente en librerías religiosas. «Cuidado con los profetas falsos; se acercan con piel de oveja» (Mt 7:15), pero añade: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7:16), es decir, que debemos formar nuestro discernimiento.

- ¿Y ocurre en algún libro en que no esperamos encontrar en él nada que nos lleve a Cristo, pero sí lo hay?
-  Claro, por ejemplo, en el Cantar de los Cantares, cuando finalmente se reúnen amado y amada y ella sabe que nada podrá separarlos: «Las aguas caudalosas no podrán apagar el amor, ni anegarlo los ríos. Quien quisiera comprar el amor con todas las riquezas de su casa, sería sumamente despreciable» (8:7). Exactamente lo que san Pablo expresa en Romanos 8:35, 38-39, donde empieza: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? [...]».También puede escapar a algunos la relación entre las palabras que leemos en Oseas, «En su angustia me buscarán diciendo: “Vamos, volvamos al Señor”» (6:1) y la parábola del hijo pródigo de quien nos habla Jesús (Lc 15:17).

- O sea, que Encuentro con Jesús en el Antiguo Testamento nos facilita, libro a libro, y pasando al Nuevo Testamento cada vez, o viceversa, la identificación de tantos y tantos pasajes ―a veces dos palabras o una mera situación― en los que encontramos a Cristo, lo cual, para empezar, nos proporciona un material interesantísimo al preparar una enseñanza o una homilía y, por supuesto para la preparación bíblica en los seminarios.

Adquiera aquí los libros publicados por Fenando Poyatos