Corría el año de 1802. Después de una implacable y sangrienta persecución contra el catolicismo por parte de los dirigentes de la Revolución Francesa (sólo permitieron una relativa libertad de movimientos al clero y a los religiosos que habían firmado un constrictivo juramento de fidelidad a la Revolución; una buena parte de quienes no lo hicieron o fueron masacrados, o condenados a la guillotina; niños como el futuro Cura de Ars asistieron a sus primeras misas celebradas en la clandestinidad), el consulado de Napoleón, inaugurado en 1799, restablecía la libertad religiosa y prometía cambios importantes en Francia.

Parecía haberse dado por terminada la era del terror que había derramado la sangre de tantos inocentes; a manos de Robespierre y sus secuaces habían perecido, además de los reyes de Francia, cientos de aristócratas, gentes humildes del pueblo e incluso líderes revolucionarios como Danton y Desmoulins –los seguiría luego en la guillotina el mismo Robespierre–, acusados, sin defensa alguna posible, de traición a la patria o conspiración contra el nuevo régimen. El hecho de que fueran inocentes, de que no se les pudiera acusar de ningún delito ni falta, había sido reconocido por el propio Danton: bastaba con ser aristócrata, sacerdote o simpe creyente para hacerse acreedor a la muerte con el fin de que fuera edificado el Estado republicano del culto a la diosa Razón –celebraciones de esa índole se habían hecho en las calles de París– , que propiciaba igualmente la invocación masiva a la santa guillotina como ícono de la felicidad universal.
 
El vizconde François-René de Chateaubriand (17681848), miembro de una familia bretona cuyos antecedentes nobiliarios expondría detalladamente más tarde en sus Memorias de ultratumba, la más grande obra literaria de su vida, había regresado a Francia con la esperanza de recuperar la libertad perdida.



El régimen jacobino había preconizado la libertad contra la presunta tiranía de Luis XVI y toda monarquía, para llegar en la práctica a esa oprobiosa tiranía del terror que, como lo dirá y demostrará el mismo Chateaubriand, había coartado todas las libertades garantizadas justamente por esa odiada monarquía.

(Voltaire, Rosseau y otros enemigos de ésta habían podido exponer abiertamente sus ideas en tiempos de ésta, limitados sólo muy ocasionalmente por una censura blanda y conciliadora. ¿Se había oído acaso hablar alguna vez, antes de la Revolución, de una posible condena a muerte de intelectuales célebres por sus prédicas anticristianas?)

La Revolución, en manos del hampa 
El escritor bretón se había familiarizado en su juventud con los comienzos de esa Revolución, escuchando en los escenarios de los debates y las arengas a los oradores y líderes del levantamiento popular; observando la preparación de crímenes masivos e intentando comprender un fenómeno del que incluso un gran número de cortesanos, aristócratas autoproclamados liberales, se había hecho cómplice.

Sus juicios, por ejemplo, acerca de cómo los líderes revolucionarios contaban para la ejecución de sus planes con toda una legión de delincuentes, criminales y marginales resentidos deberían ser más tenidos en cuenta por una sociología crítica de las revoluciones, por cuanto se trata de hechos que se han repetido en países de modelos totalitarios marxistas como la antigua Unión Soviética, la China de Mao y otros tantos regímenes similares como la atormentada Venezuela de hoy.



Los oradores revolucionarios “se trataban de pelagatos, de sodomitas, de fulleros, de ladrones, de asesinos, en medio de una cacofonía de silbidos y de alaridos de sus diferentes grupos de diablos. Las metáforas se tomaban del mundo de la delincuencia, de cuanto hay de más rahez, abyecto e inmundo, o de los ambientes prostibularios. Los gestos se volvían sensibles a las imágenes, se llamaba a todo por su nombre, con el cinismo de los perros, en una pompa obscena e impía de juramentos y de blasfemias. Destruir y producir, muerte y generación, era lo único que se sacaba de aquella jerigonza salvaje que aturdía los oídos“ (Memorias de ultratumba). La delincuencia y el hampa de París eran protagonistas del mortal desenfreno anticristiano.

Dramática relación personal con la Revolución 
Chateaubriand había perdido en el cadalso a su hermano mayor y su cuñada; su madre había muerto, aunque ya libre, en la miseria, el abandono y las crisis psicológicas ocasionadas por un largo período de cruel reclusión, debido solamente a su origen social; una suerte similar sufriría más tarde su hermana Julie, con quien tuvo una excelente relación y quizá le sirvió de inspiración para el personaje de Amelia, evocado en René y Los Natchez, otras dos obras de su producción.

Él había combatido con su hermano en el paupérrimo, diezmado y finalmente derrotado ejército que le había declarado la guerra a la Revolución; esa derrota, en condiciones de agonía causadas por sus heridas en el combate, lo había conducido al exilio en Londres, donde, durante siete años de hambre y miseria, encontraría un refugio contra el terror.

Se trataba del segundo de sus exilios, porque ya anteriormente había permanecido un tiempo en América del Norte, conviviendo con cazadores, colonos e indígenas, desde donde, al enterarse de la muerte de Luis XVI, que había anunciado proféticamente, regresaría a Francia para enrolarse, como ya se dijo, en las debilitadas fuerzas monárquicas, carentes de un apoyo real por parte de las demás potencias europeas.

Crisis y resurrección en la fe 
En el exilio inglés –volvería más tarde a Londres como embajador durante la Restauración–, Chateaubriand, un hombre de fe desde su infancia, que describe tan vivamente en sus Memorias de ultratumba, había visto un tanto minadas sus convicciones religiosas por el intenso sufrimiento y desolación que afectaban a todos los refugiados franceses: “El hambre me devoraba, me consumía de ansiedad; no pegaba ojo, chupaba trozos de ropa que empapaba en agua; mascaba hierba y papel. Cuando pasaba delante de las panaderías, mi tormento era horrible. Durante una cruda velada de invierno, me quedé plantado dos horas delante de una tienda de frutos secos y de carnes ahumadas, devorando con los ojos todo cuanto veía: me habría comido no sólo los comestibles, sino hasta las mismas cajas, cestas y canastillos” (Memorias de ultratumba).
 
La noticia de la muerte de su madre lo sacudiría y le haría padecer una crisis de fondo. Fue así como, alimentado espiritualmente por un renacer de la fe, que ya no lo abandonaría nunca, y alimentado por las lecturas y estudios de su soledad londinense (la historia de Francia y de la civilización occidental, en general, los escritos de los Padres de la Iglesia; Homero, Virgilio, Tácito, Cicerón, Dante, Tasso, Milton, Shakespeare, Bossuet, Fénelon, Voltaire, Rousseau fueron sus predilectos, que lo hicieron más erudito y leído que cualquier otro escritor de su generación), y teniendo en mente ante todo un homenaje póstumo a su madre, se había dado a la tarea de planear su monumental obra El genio del cristianismo, una gran defensa de la fe en el tenor de los clásicos Apología de Tertuliano y La ciudad de Dios de San Agustín, enraizada también en los Pensamientos de Pascal y los escritos de un filósofo eminentemente cristiano como Leibniz, ambos personajes de un siglo como el XVII, el de Luis XIV, que Chateuabriand conocía tan bien como la palma de su mano.

El genio del Cristianismo, obra apologética magna 
Volviendo a lo que acontecído durante el terror revolucionario y sus secuelas, la sociedad francesa, víctima de la represión sistemática a la fe, con decenas de monasterios y conventos destruidos, órdenes religiosas prohibidas, centenares de sacerdotes y laicos en el exilio, tumbas profanadas y ninguna libertad religiosa efectiva, estaba sumida en un orden cada vez más ajeno a la fe y la espiritualidad, el mismo de la apostasía que se nos pretende imponer hoy. La Iglesia parecía exhalar sus últimos suspiros. El vizconde publicó entonces El genio del cristianismo, aprovechando libertades recobradas por Napoleón, y el revolcón que provocó en las conciencias fue de inmensas proporciones.


 
Chateaubriand proclama en su obra, y lo demuestra con argumentos indiscutibles para el hombre de buena fe, que el cristianismo o, más exactamente, el catolicisimo, en vez de destruir lo más valioso de las culturas antiguas, lo incorporó y asimiló a un espíritu que depuró y deshizo lo que era pernicioso, conservando lo mejor y más noble de las costumbres; la virginidad de ciertas sacerdotisas paganas, los valores cívicos, los del Derecho como tal, los literarios y artísticos, fueron preservados gracias a los monjes que, rodeados por la decadencia incontenible del Imperio Romano y las invasiones bárbaras, construyeron una cultura que salvó literalmente a la Humanidad de una hecatombe que amenazaba con destruirlo todo.

El escritor francés explica cómo la literatura y las artes cristianas, en vez de tener que envidiarles algo a los modelos grecolatinos, o alcanzan idénticas cumbres, o las superan ampliamente: la Biblia es tan poética como Homero y acaba por superarlo al liberar las letras de la superstición y la complacencia ante la crueldad. La literatura cristiana, despojando a la naturaleza de la intromisión de dioses y demás criaturas mitológicas paganas, enseñó al hombre a apreciar sin esas mediaciones la belleza de la Naturaleza y de la creación, en general. El alto vuelo de los poetas cristianos como Dante, Tasso y Milton es citado con maestría por Chateaubriand, así como la talla de dramaturgos creyentes representados por Racine y Corneille (el mismo Voltaire, tan anticlerical, le reconocía en sus tragedias y cartas méritos encomiables al cristianismo), dos de las más preclaras figuras del teatro universal, al que uno podría añadir, de su propia cosecha, a Calderón de la Barca, Lope de Vega y Tirso de Molina.
 
El genio del cristianismo desmiente todas las calumnias e insidias que contra la Iglesia se han propagado como enemiga de los derechos civiles. Muy al contrario, expone cómo los orígenes de la democracia se encuentran en su seno y desde allí han irradiado para beneficio del mayor número de almas, y cómo en la tan atacada Edad Media fue la Iglesia la encargada de velar en innumerables casos por los desprotegidos cuyos derechos pretendían ignorar los abusos de determinados poderes civiles, lo mismo que en la conquista de América.

Desmiente asimismo el eslogan tan propagado de que la Iglesia es enemiga del saber y la ciencia: abunda en muestras de científicos y verdaderos sabios de gran fe y vida de oración constante. Los jesuitas hicieron conocer todos los avances de la ciencia y la tecnología en sus misiones en China y América. Pero todos esos logros de la evangelización se extienden también a los fundamentos de la vida material: sin la actividad de los monjes y los religiosos medievales no habrían sido posibles ni el desarrollo de la agricultura ni el del comercio en ciudades y pueblos que crecieron alrededor de ellos, muchas veces fundados por ellos mismos. “Considerar el cristianismo en sus relaciones con la sociedades humanas; demostrar el cambio que ha operado en la razón y las pasiones del hombre; el modo como ha civilizado los pueblos góticos, como ha modificado el genio de las artes y de las letras, como ha dirigido el espíritu y las costumbres de las naciones modernas, en una palabra, descubrir todo lo que esta religión tiene de maravilloso en sus relaciones poéticas, morales, políticas, etc; esto parecerá siempre al autor uno de los más bellos objetos que pueden imaginarse para hacer una obra” (El genio del cristianismo).
 
El genio del cristianismo tuvo un éxito masivo entre miles de lectores de Europa y América. La fe católica renacíó en Francia gracias, en buena medida, a la influencia de esta obra. Hasta el final de su vida, su autor va a encontrar en sus múltiples viajes testimonios vivos de reconocimiento por la magnitud de su gesto de inconmovible fe y gran conocimiento de su objeto. Éste no se cansaba de insistir en que era la obra que mayor prestigio literario y personal le había prodigado.
 
Chateuabriand, en su poema épico Los mártires, cuenta los amores de Cimodocea, sacerdotisa de Homero, quien acaba por convertirse, y Eudoro, griego cristiano que ha llegado a ser un líder militar dentro del ejército romano, amigo del futuro césar Constantino, amores que tienen lugar en tiempos de una feroz persecución contra los cristianos. Bella obra, un tanto desigual en su forma, que pone de relieve el amor al gran estilo antiguo, homérico más exactamente, que el autor revive integrándolo a su visión de fe y amor a Dios sobre todas las cosas.

Con valentía ante Napoleón y los Borbones
Chateuabriand fue el único personaje público de la Francia de su tiempo que proclamó abiertamente su oposición a Napoleón, exponiendo su vida, cuando éste, antes y después de convertirse en emperador, optó por la dictadura.


De Buonaparte y de los Borbones: Chateaubriand nunca tuvo respetos humanos ante las autoridades, aunque las sirvió fielmente al servicio de su país y de su fe.

Fue el único político francés, que habiendo sido embajador y ministro de Luis XVIII en medio de la Restauración, se enfrentó a su sucesor, Carlos X, cuando vio la libertad de prensa amenazada y decidió renunciar a continuar una vida política, como antes había renunciado a proseguir una carrera literaria. Solo, respetado y odiado tanto por republicanos como por monárquicos, luchó celosamente por una monarquía constitucional de auténticas libertades ciudadanas, que estuviera basada en principios cristianos. Combatió el naciente totalitarismo republicano. No claudicó jamás en su independencia crítica que le costó el aislamiento y la pobreza.

Hombre de principios, se relacionó amistosamente con Papas como embajador de su país en Roma; uno de los momentos más admirables de sus Memorias de ultratumba es el relato del regreso de Pío VII a la Santa Sede, después del infame cautiverio al que lo había sometido Napoleón en París.


Chateaubriand o un espíritu incorrecto: según reflejó Mario Soria en este ensayo sobre su vida y obra, Chateaubriand dijo siempre lo que pensaba sin halagar a los poderosos, en particular en lo tocante a la fe y a sus convicciones monárquicas.

El anhelo de la vida religiosa 
El sueño dorado de Chateaubriand, nunca realizado, pues se casó y amó la figura de la mujer tanto como Dante y Goethe (de pensamiento muy mariano, parte de la mujer real para imitar al primero idealizando un eterno femenino en la representación de la Virgen María que hace, por ejemplo, en Los Natchez, relato en el contexto de una tribu indígena norteamericana en trance de desaparecer definitivamente), fue el de retirarse a una vida religiosa contemplativa estricta, como la de los trapenses. Así lo expresa en Vida de Rancé, una biografía del reformador del convento cisterciense de La Trapa, vida de contemplación, trabajo y sobre todo silencio benedictinos en palabras del propio monje Rancé: “El silencio es el diálogo de la Divinidad, la lengua de los ángeles, la elocuencia del cielo, el arte de persuadir a Dios, el ornamento de las soledades sacras, el sueño de los sabios que velan, la nutrición más sólida de la Providencia, el lecho de las virtudes; en una palabra: la paz y la gracia se encuentran en el regazo del silencio bien disciplinado”.


Estatua de Chateaubriand en Combourg, en su Bretaña natal.

Chateuabriand renunció a los prestigios literarios y políticos que llegó a conocer muy bien. Prefería el silencio de la oración, la gracia y la solidaridad de hermanos que conviven con un fin común. La cima de ideales amorosos de alguien que había hecho del Romanticismo su eje vital, para renunciar luego también a éste, se resumía en una sola palabra, que es la de un solo ser: Dios.