Los trailers lo dejan claro, no hay engaños: Silencio, de Martin Scorsese, es una película de jesuitas y ejecuciones de campesinos mártires cristianos en el Japón del siglo XVII.

“Pero los jesuitas serán unos hipócritas, los mártires unos ignorantes fanatizados y al final se elogiará el multiculturalismo y el relativismo, ¿no?”, dirá un lector escéptico.

Pues no. En los pases de prensa ya hemos podido ver la película, que llegará en enero a las pantallas españolas. Los jesuitas de la película son cristianos sinceros y entregados. Los mártires japoneses son creyentes auténticos, fervorosos, humildes y muy humanos. Incluso los personajes que apostatan en realidad siguen teniendo fe y viven bajo constante vigilancia.

Ninguno es convencido de que Dios no existe o el cristianismo es falso. Los que apostatan lo hacen solo bajo cruelísimas amenazas hacia seres queridos y bajo torturas.

Empatizamos con ellos, los amamos, los admiramos, rezamos con ellos… y luego los van ejecutando.


Hay cinco escenas detalladas y angustiosas de ejecuciones con tortura: en las aguas termales, en las rocas de la costa, en las aguas del mar, en las hogueras, en la fosa. Hay alguna decapitación rápida, con cabeza rodando, pero excepto por esa escena no se ve mucha sangre en esta película, no hay casquería como en La Pasión de Mel Gibson. Aquí la dureza es psicológica.

Está llena de persecución (nunca de carreras), de huidas a la naturaleza que ignora la crueldad de los hombres, de agujeros para esconderse, de jaulas en las que rezar y esperar la tortura, de interrogatorios refinadísimos, de barcas que se pierden en la niebla, de cámaras que contemplan desde el Cielo, como el mismo Dios.

Es tensa. Es dura. Es hermosa. Hace llorar. Hace rezar.

El mal tiene rostro: los rostros sonrientes, educados, corteses, amables, de los oficiales japoneses que cazan a los cristianos y los enjaulan. Es el Estado omnipotente, y al Estado no le importan las personas ni Dios ni la verdad ni el sufrimiento.

- Su religión puede ser verdad en Portugal o España, pero no aquí- dice el inspector japonés al jesuita preso.

- Si algo es verdad, lo será en Japón tanto como en Portugal - responde él.

- Su religión no arraigará aquí, porque esta tierra es distinta- insiste el inspector.

Pero no es cierto, porque hemos visto que los mártires japoneses tienen fe sincera y mueren cristianamente. Por la historia sabemos que al menos mil japoneses murieron mártires en elaboradas y largas torturas de las que podían librarse simplemente con un gesto de apostasía. Esos mil perseveraron hasta la muerte.

Además, en apenas un siglo, y en un país no gobernado por europeos, la Iglesia japonesa logró contar con 300.000 fieles de todos los estratos sociales y con mucho clero nativo. No fue “la tierra” lo que cercenó este cristianismo que dio muchos santos: fue una persecución estatal sistemática, implacable, continuada, larguísima, especializada, refinada, constante como ninguna otra, en un país de islas.




Pero la película no se centra en los que se mantienen fieles, sino en los que apostatan. Como Kochijiro, que ha salvado su vida viendo como mataban a su familia cristiana. Una y otra vez será débil y colaborará bajo el miedo a la tortura. Pero se arrepentirá y pedirá confesión. Una vez tras otra. Nunca hubo tantas confesiones en una película moderna. Nunca quedó tan claro que Dios perdona siempre que se acude a Él.

El Estado no podrá ocultar que existe el pecado por muchos biombos y abanicos que despliegue. El pecador necesita confesarse y el sacerdote cumple la promesa de Cristo: “Salvará al pueblo de sus pecados”.

Es una película lenta, larga, de 160 minutos, para madurar los sentimientos… Buscamos escapar, como animales acorralados, pero no hay escapatoria. Y al final vemos que no hay “silencio” de Dios.




Jesucristo habla, y con voz propia, voz majestuosa. Dos veces, de hecho. Y dice que ha hablado antes: en el sufrimiento de los inocentes. Ha hablado en los gritos de dolor en las aguas termales, en las rocas de la costa, en las olas del mar, en las hogueras, en la fosa… Y ha dicho que eso, matar, usar el poder para aplastar al hombre como si no valiese nada, está mal.

Aquí, en estos últimos 15 minutos, es cuando los críticos de cine que le seguían la corriente a Scorsese porque la película era emocionante y visualmente hermosísima –“veo la belleza del mal”, dice el padre Rodrigues en su jaula de madera- ya se cansan y no pueden tolerarlo. ¿Jesuitas y japoneses? Vale. Pero, ¿Cristo?

Esos críticos buscan adjetivos despectivos como “moralista”, simplemente porque al final el alma humana, con ansia de Dios, perdonada una y otra vez por Dios, es más fuerte que el sistema, que el Estado, que el miedo. Y, para colmo, ni un desnudo, ni una escena de sexo.


Scorsese, antiguo monaguillo, ha madurado. Ha dicho que en La Última Tentación de  Cristo estaba en una etapa de búsqueda, y que en Silencio está en otra, “más profunda”. Es probable que dentro de 50 años millones de cristianos conozcan Silencio y solo algún cinéfilo recuerde La Última Tentación de Cristo

Le ha costado encontrar la financiación, ha tenido que acudir a fuentes alternativas a las habituales en Hollywood. Ha trabajado 28 años en esta película. Ha valido la pena la espera. El último fotograma es una dedicatoria: "A los cristianos de Japón y sus pastores. Ad Maiorem Dei Gloriam".

Cualquier amante del cine histórico, o de Japón, o del cine meditativo debe verla. También cualquiera que quiera crecer en el amor a Cristo y a la Iglesia perseguida.

Lea aquí los hechos históricos en los que se basa la película