La Primera Guerra Mundial, además de sus vertientes geopolítica y militar, también desencadenó, a velocidad galopante, unas dinámicas intelectuales y artísticas que marcaron un antes y un después. La más conocida por el gran público es el surrealismo. Mas conviene no obviar al resto. Entre ellas destaca el dadaísmo, de recorrido más somero, pero no menos impactante.

Todo empezó el 5 de febrero de 1916, hace cien años. Ese día se reunieron en el Cabaret Voltaire, de Zúrich, artistas de varias nacionalidades que empezaron a cantar en alemán y en francés, al tiempo que sonaba música rusa, música negra y se exponían obras de arte. Nadie entendía nada. Y de eso se trataba. El dadaísmo era un desafío a todas las convenciones y, además, sin hilo conductor y sin lógica.


Hugo Ball con su esposa Emmy Hennings y, a la izquierda de la foto, su amigo el escritor Hermann Hesse, de quien escribió una biografía en 1927.

Quien lo impulsaba era Hugo Ball, un bávaro nacido en 1886 en el seno de una familia católica de clase media. Las difíciles relaciones con su madre –una mujer devota a la par que severa– no fueron óbice para que Ball profesara su fe durante su infancia y su primera juventud. Esta última transcurrió en Múnich y Heidelberg, ciudades en las que estudió Sociología y Filosofía. Su proceso de alejamiento de Dios comenzó hacia 1910, con motivo de su marcha a Berlín.

En la capital del Imperio conoció al dramaturgo Max Reinhardt, que le introdujo en los ambientes artísticos de una urbe que ya empezaba a despuntar no solo en lo intelectual, sino también en la promoción de ideologías como el marxismo o el anarquismo. De esta última bebió Ball, que se convirtió en ávido seguidor de las tesis de Bakunin.

El estallido, en 1914, del conflicto bélico podría haber estimulado de nuevo la vena patriótica del intelectual en ciernes, pero logró el efecto contrario: la invasión de Bélgica intensificó su pacifismo. "La guerra se basa en un error evidente: los hombres han sido confundidos con máquinas", llegó a decir. Dos años después, Ball, que había sido movilizado, desertó. Dirección Zúrich, donde el peculiar pensamiento que emanaba de los saraos del Cabaret Voltaire se fue consolidando con aportaciones de artistas como Modigliani, Picasso y Kandinsky, y de escritores como Apollinaire.



En 1918, Tristan Tzara y Jean Arp, cómplices de primera hora de Ball, consideraron que había llegado el momento de dar contenido doctrinal a su iniciativa y publicaron el Manifiesto Dadaísta, de cuya lectura se desprende, entre líneas, una oda al relativismo y al nihilismo.

Aquí se intensificaron unas dudas que Ball ya albergaba desde hacía algún tiempo respecto a su engendro. El proceso dubitativo culminó con su retorno definitivo a la Iglesia católica en julio de 1920.


Cuando Hugo Ball comprendió que el movimiento que había iniciado se hundía en la nada, supo cuál era el camino de regreso y lo tomó, regresando a la fe.

La explicación más común –y perfectamente defendible: los hechos y los archivos concuerdan– consiste en afirmar que Ball cayó en la cuenta de que, si las ideologías por las que se dejó embaucar no llevaban a ninguna parte, el dadaísmo le conducía directamente a la nada. Por lo tanto, el vacío intelectual no podía sino impulsarle a volver hacia la Verdad, es decir, hacia Dios.

Sin embargo, otros autores, como el norteamericano Jonathan Anderson, han detectado sedimentos católicos en Ball en los momentos más álgidos de su etapa dadaísta. Así las cosas, Dios nunca desapareció de la mente de Ball.

Ball se alejó del ruido y del cosmopolitismo de las grandes ciudades y se retiró al Ticino, en la Suiza italiana. No perdió el tiempo: en 1923, escribió Cristianismo bizantino, una obra en la que analiza la forja del pensamiento cristiano a través de las figuras de San Juan Clímaco, San Dionisio Aeropagita y San Simeón el Estilita, sin olvidar sus inquietudes anteriores: "Para entender el cubismo, hay que leer a los Padres de la Iglesia".


Ataviado de esta guisa, recitando poemas en el Cabaret Voltaire de Zúrich, nació el movimiento dadaísta.

Que no se entienda esta afirmación en el sentido de que su redescubrimiento del catolicismo fue imperfecto o relativo. El año anterior a su unión definitiva con Dios, Ball escribió otro libro en el que demuestra que la ruptura protestante de Lutero provocó el inicio de la decadencia de la civilización. Un libro que suscitó la admiración del jurista Carl Schmitt.

Pero cuando Schmitt escribió Catolicismo romano, en el que invitaba a la Iglesia a asumir una implicación política, Ball impugnó esa tesis por herética. La trifulca terminó con la amistad con Schmitt. No hubo tiempo de relanzarla porque Ball murió de cáncer el 14 de septiembre de 1927. Tenía 41 años.

Publicado en Alfa y Omega.