L´Osservatore Romano publica en su edición de este sábado un encendido elogio de la última novela de Juan Manuel de Prada, El castillo de diamante, centrada en un episodio concreto de la vida de Santa Teresa de Jesús (15151582): la fundación del convento de Pastrana (Guadalajara) y el desencuentro que eso supuso con la señora de esa villa, Ana de Mendoza, princesa de Éboli (15401592), conflicto que llegó hasta la Corte de Felipe II, donde la reformadora carmelita recibió el apoyo del monarca, gran impulsor de la renovación espiritual de la Iglesia española.



La recensión de Enrique Álvarez en la página 5 del diario que dirige Giovanni Maria Vian define la obra como "pieza magistral", "amena y subyugante", que ofrece "perspectivas insólitas y luminosas sobre el periplo existencial de la autora de Las moradas”, resultando de ella una imagen "viva, veraz, ciento por ciento creíble".

Y si bien Álvarez señala que Prada "no ha hecho una biografía histórico-polémica ni ha pintado un retrato ensayístico, sino que ha escrito tan sólo una novela", destaca que uno de sus "hallagos" es desvelarnos el "alma profunda" de la princesa de Éboli, "herida incurablemente por el más radical de todos los males: la envidia teológica, la envidia de Caín, que es el rechazo a la libertad de Dios en cuanto dador de gracias".



Tras Me hallará la muerte (2012) y Morir bajo tu cielo (2014), El castillo de diamante es la tercera novela de Juan Manuel de Prada tras la rentrée que siguió a unos años de silencio literario. A principios de 2015 publicó también el ensayo Dinero, demogresca y otros podemonios.

Reproducimos a continuación en su integridad la reseña de L´Osservatore Romano. (Las negritas son de ReL.)


Cuando tuve noticia de que Juan Manuel de Prada estaba escribiendo una novela sobre Santa Teresa, me invadió el temor de que el autor no fuese capaz de ofrecernos esta vez sino una mera exhibición más de su personal estilo narrativo, de su prosa deslumbradora y retumbante; pues, ciertamente, la torrentera de libros que el quinto centenario de la santa abulense ha desencadenado -libros de todo tipo, aunque muy en particular de novelas- hacía muy difícil esperar que nadie escribiese algo novedoso, o siquiera literariamente fresco.

Reconozcámoslo de una puñetera vez: fuera de sus hazañas místicas, la biografía de Teresa de Cepeda y Ahumada no da para tanto, quiero decir, para tanto hilvanar de novelas y ficciones. Hay muchísimos santos en España, y no digamos en el siglo XVI, con vidas harto más novelescas y novelables que la de Ávila. Para agravar el problema, está la cuestión de su feminismo avant la lèttre, y aun de su progresismo, el tópico que sólo sabe ver en ella una mujer adelantada a su tiempo, como si la única genialidad posible de un ser humano, especialmente si es del sexo femenino, consistiese en hacer avanzar algún trecho a la sociedad hacia la modernidad (hacia “esta” modernidad).

La lectura efectiva de la novela de Prada, El castillo de diamante, debe disipar ese temor. Estamos ante una pieza magistral, que no sólo es digna de ponerse al lado de sus dos últimos logros en el género narrativo, Me hallará la muerte y Morir bajo tu cielo, sino que, además, nos ofrece perspectivas insólitas y luminosas sobre el periplo existencial de la autora de Las moradas.

La novela se centra en un episodio muy concreto de la vida de Teresa: el de la fundación del convento de Pastrana y el de sus relaciones con la señora de esa villa, Ana de Éboli, que se saldan con un dramático desencuentro entre las dos y con la denuncia formal de que es víctima la monja santa ante la no tan santa Inquisición por parte de la nada santa princesa viuda, de quien no diremos que fue una bella sin alma, porque precisamente uno de los hallazgos de esta novela es hacernos ver que Ana de Mendoza tenía un alma profunda, sólo que herida incurablemente por el más radical de todos los males: la envidia teológica, la envidia de Caín, que es el rechazo a la libertad de Dios en cuanto dador de gracias. ¿Por qué Dios ha concedido tantas mercedes a una hidalga de baja estofa, hija de conversos para más inri, mientras me las niega a mí, Ana de Mendoza, de sangre limpísima, y que valgo el cuádruplo que ella?

Prada ha atinado, ante todo, en la elección de ese episodio, porque quizá es el único de su vida real que ofrece verdaderas posibilidades romanesques, de las que sacará óptimo partido en el intento de entregarnos una novela que sea, para un amplio abanico de lectores, amena y subyugante.

Junto a ese acierto previo, están los consabidos rasgos de calidad del sello Prada: la prosa del autor, por una parte, con su repertorio inagotable de imágenes y símiles de impacto continuo, y su facilidad para la construcción del espacio, por otra; algo, esto último, que es fundamental en toda novela realista, y cuya dificultad se acrecienta en las de género histórico. Si hacer buenas novelas no consiste, a la postre, más que en construir un espacio y un tiempo que nos produzcan sensación de realidad, Prada posee en grado eminente ese don, que, por más que se diga, no lo puede suplir hoy el novelista mediocre con la ayuda de Google.

Y ese tiempo y espacio novelescos se nutren no sólo de decorados reales sino también simbólicos, que son los homenajes continuos que el autor hace a la literatura del Siglo de Oro, en especial a las novelas de caballería y a la picaresca, a la mirada esperpéntica [en español en el original, n.n.] que esa literatura arroja en genral sobre el paisaje de la España religiosa del XVI. Homenajes, no imitaciones, porque Prada es siempre él mismo, un fabulador muy diestro en el juego metaliterario, no un novelista metido a historiador.

Pero el logro fundamental de El castillo de diamante es la figura de su personaje protagonista: Teresa de Jesús. No diré que es una visión nueva ni rompedora, porque el autor no ha hecho una biografía histórico-polémica ni ha pintado un retrato ensayístico, sino que ha escrito tan sólo una novela, y la protagonista de esa novela nos parece simplemente viva, veraz, ciento por ciento creíble. La monja escritora y fundadora se nos presenta como una mujer nada remilgada ni angelicoide, pero tampoco como la feminista neocatólica y rebelde que nos quiere vender el teresianismo actual. Se nos presenta como una santa de cuerpo entero, humilde y brava a la vez, y a la vez espiritual y carnal, poderosa en inteligencia y en voluntad, protegida de Dios y de muchos grandes de España, pero no menos capaz de luchar ella sola con astucia celestinesca en los momentos difíciles. Y capaz, sobre todo, capaz o susceptible de sufrir la noche oscura del alma cuando Dios parece ausente de su castillo de diamante, cuando el furor de la vida social le hace imposible encontrar el sosiego interior para la oración, cuando la fons amoris que había descubierto dentro de sí parece haberse secado definitivamente. Una santa muy creíble y real, realísima yo diría. En alta definición.