La humildad de Santa Catalina Labouré (1806-1876) no conoce parangón en la historia moderna de las apariciones marianas.

Vio a la Santísima Virgen el 27 de noviembre de 1830, y escuchó el lamento de Nuestra Señora por lo poco que se le rezaba: “Este globo que has visto es el mundo entero donde viven mis hijos. Estos rayos luminosos son las gracias y bendiciones que yo expando sobre todos aquellos que me invocan como Madre. ¡Me siento tan contenta al poder ayudar a los hijos que me imploran protección! ¡Pero hay tantos que no me invocan jamás! Y muchos de estos rayos preciosos quedan perdidos, porque pocas veces me rezan”.

Así que ordenó a la joven religiosa de San Vicente de Paúl que mandase fabricar una medalla con las indicaciones que ella le dió y la leyenda ¡Oh, María, sin pecado concebida! Ruega por nosotros, que acudimos a ti.



Sor Catalina le transmitió este deseo de la Madre de Dios a su confesor, quien al principio no la creyó. Cuando al fin lo hizo, pidió permiso al arzobispo de París para proceder a la fabricación, pero... sin revelar cuál era la monja origen de aquella solicitud del cielo.

Así comenzó la historia de la Medalla Milagrosa, que corrió paralelamente a la de la vida de Santa Catalina Labouré sin cruzarse nunca durante los siguientes 46 años. La medalla comenzó a fabricarse en 1832 y desde 1833 ya empezaron a llegar a la Rue du Bac de París, donde se ubicaba el convento, decenas de cartas de obispos de todo el mundo apuntando al resurgir de la fe y la vida de oración allí donde la Medalla Milagrosa se predicaba y distribuía.

La santidad de vida de Sor Catalina hizo recaer pronto las sospechas sobre ella como origen de la medalla, pero nunca se supo con certeza ni lo reveló ninguno de los que conocían el secreto.



El misterio se desveló la misma noche del 31 de diciembre de 1876, a su fallecimiento. La superiora, Sor Dufés, proclamó ante las hermanas que no había razón para seguir guardándolo y desveló la verdad que todas intuían.

Para entonces, millones de Medallas Milagrosas circulaban por el mundo llevando almas a Dios. ¿Cómo es posible que la responsable de aquello, habiendo elegido permanecer ignota en una prueba heroica de humildad, tardase aún en ser beatificada 57 años?

La Iglesia siempre ha sido prudente en las canonizaciones, y ese periodo de tiempo es incluso corto en las costumbres de la Santa Sede, aunque hoy estemos más acostumbrados a beatificaciones y canonizaciones muy rápidas. Pero lo cierto es que el proceso de Santa Catalina Labouré experimentó algunos retrocesos inexplicables, y también algunos avances sorprendentes.

Veamos algunos momentos significativos.

El huevo pasado por agua
Es un ejemplo del rigor de la Iglesia en las causas de canonización. Pocos días antes de morir, cuando ya estaba enferma, un enfermera le preguntó a Sor Catalina qué quería para desayunar.

-Cualquier cosa -respondió.
-Me facilitaría las cosas si concretase algo en particular -insistió su hermana de las Hijas de la Caridad.
-Bueno, pues entonces un huevo pasado por agua -que era de lo poco que podía tolerar ya su estómago.

La conversación no puede ser más inocente, pero algún envidioso que la conoció hizo correr la especie de que la santa moribunda no mostraba suficiente mortificación y pedía comidas especiales. Pese al ridículo fundamento de la acusación... ¡hubo de ser examinada por el abogado del diablo durante el proceso!

La recomendación de la Primera Dama
A pesar de la impronta masónica de casi todo el periodo que abarca la Tercera República francesa, su segundo presidente, Patrice de Mac Mahon (18731879), fue un conservador cuya esposa, Élisabeth de La Croix de Castries, era fervientemente católica.


Patrice de Mac Mahon, presidente de la República: su esposa facilitó el enterramiento de la santa.

Cuando llegó el momento de enterrar a Sor Catalina, se encontraron con que no quedaba ya espacio para ello en el convento. Esa madrugada, mientras rezaba preocupada por la proximidad del entierro y funeral, la superiora escuchó una voz que le recordó que había una cripta debajo de la capilla, que usaban como almacén. Rápidamente vieron que era un lugar idóneo y el superior general concedió enseguida el permiso, pero faltaba la autorización civil, que no sería tan rápida.

Enseguida Sor Dufés decidió qué hacer: mandó a dos religiosas al palacio presidencial a hablar con la Sra. de Mac Mahon... y el permiso se consiguió pocas horas después.

La primera curación
Sucedió pocos días después del entierro. Un niño de diez años paralítico desde su nacimiento fue llevado hasta la tumba de Sor Catalina. Apenas tocó la piedra, se puso en pie por sí mismo y empezó a caminar.

La Medalla Milagrosa pone en marcha el proceso
A pesar de las conversiones de vida que producía la Medalla Milagrosa, y de los primeros milagros que se atribuían a la intercesión de aquella humildísima religiosa vicentina, pasaron 19 años hasta que se puso en marcha el proceso de beatificación.

Y fue porque en 1895 se pidió a Roma que instituyese un día especial para la festividad de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa. Se remitió entonces la documentación precisa a la Santa Sede, y dos años después llegó a manos del cardenal Camillo Mazzella, quien acababa de hacerse cargo de la Sagrada Congregación de Ritos (hoy de las Causas de los Santos). La historia le impresionó, en particular la humildad de alguien que había muerto sin desvelar que era ella la que había sido tan claramente señalada por la predilección de la Santísima Virgen. Así que se puso en contacto con el superior de los vicentinos, el padre Fiat, y con la superiora de las Hermanas de la Caridad, la madre Lamartinie, para que pusiesen en marcha el proceso.

Ambos dudaron, porque parte del espíritu de la congregación era escapar a toda glorificación. El cardenal hizo valer sus galones: "¡Si no lo hacen ustedes, lo haré yo!".

Lo hicieron, naturalmente.

Tres caballeros por una dama santa
El proceso fue lento, y no fue hasta el 2 de abril de 1927 que fue aprobado por la Congregación seguir adelante con la causa. Eso sí, con el entusiasmo de todos.

Pese a lo cual, volvió a quedar estancada. ¿Quizás, como sostiene el padre Joseph Dirvin, uno de los biógrafos de la santa, era un designio de Dios para involucrar en ella a más miembros relevantes de la Curia?

En efecto, el cardenal Franziskus Ehrle, jesuita como Mazzella y director de los Archivos Secretos Vaticanos, y el padre Ojetti, antiguo secretario de la Comisión de Derecho Canónico, habían sido apartados de las sesiones de la Congregación de Ritos por razón de enfermedad. Cuando vieron que el proceso de Sor Catalina Labouré se detenía, decidieron ponerse en marcha con un argumento muy simple: "La causa de Sor Catalina Labouré es la causa de la Inmaculada Concepción".

Cuando llegó el momento decisivo, el cardenal Ehrle, octogenario e impedido, se hizo llevar hasta la congregación general y tomó la palabra con energía para abogar por la humilde religiosa francesa. Y el padre Ojetti, confinado en la cama, hizo leer allí una carta de su puño y letra donde decía: "Sólo puedo utilizar mi mano derecha y mi pluma, pero lo haré para sostener la causa de la Inmaculada Concepción".

Y a eso se añadió un factor: el padre Quentin, relator de la sección histórica de la Congregación de Ritos, angustiado porque se aproximaba la importante sesión del 17 de marzo de 1931 y quería llevar todos los argumentos posibles, decidió ahondar en la investigación canónica que había llevado a cabo en 1836 el arzobispo de París, Hyacinthe-Louis de Quélen, una exhaustiva fuente de investigación sobre Sor Catalina a la que dedicó 72 horas frenéticas, día y noche, para encontrar argumentos con los que dar el empujón definitivo a la causa.

Ese 17 de marzo, el Papa dio el visto bueno a la continuación del proceso. Los tres hombres que habían puesto en ello todo su empeño habían triunfado. El 28 de mayo de 1933, Pío XI beatificó en Roma a la mujer que, desde el silencio de su convento, había puesto en marcha la revolución de santidad de la Medalla Milagrosa.

Cuerpo incorrupto
Sólo entonces se ordenó la exhumación del cuerpo de la nueva beata en presencia del cardenal Jean Verdier, arzobispo de París. Y, como es conocido, estaba incorrupto, con un aspecto tan fresco que parecía dormida. Sus ojos, más azules que nunca, que habían visto a Nuestra Señora, y sus manos, que la habían tocado, eran las partes mejor conservadas.

El 27 de julio de 1947 el Papa Pío XII proclamó santa a Catalina Labouré: "No buscó la fama del mundo, sino que se abandonó en manos de Dios y prefirió ser desconocida y considerada como una nada. Y buscando sólo la gloria de Dios y de su Madre, se entregó mansamente a las tareas ordinarias e incluso a las más desagradables que le correspondieron en el seno de su familia religiosa... siempre bien dispuesta para atender a los enfermos en su cuerpo y en su alma... e, impulsada por la urgencia del amor, corriendo tan a menudo como podía a rezar ante el sagrario o ante la sagrada imagen de su santa Madre para confiarle los deseos de su corazón y ofrecerle la fragancia de sus oraciones".

El Papa terminaba recordando qué fue lo último que hizo Santa Catalina Labouré: "Distribuir con mano débil y temblorosa sus últimas Medallas Milagrosas a quienes la rodeaban y apresurarse, feliz y sonriente, a entrar en el cielo".