Fabrice Hadjadj es un filósofo y escritor francés. Nacido en Nanterre en 1971, en su adolescencia y juventud fue ateo, anarquista y nihilista, hasta que en 1998 se convirtió al catolicismo.

Es director de Philanthropos, el Instituto Europeo de Estudios Antropológicos (Friburgo, Suiza). Autor de varios libros de contenidos religiosos, ha elaborado esta reflexión sobre las 4 pobrezas evangélicas del comunicador cristiano:


Salvar, hoy, es la obsesión de todos los que utilizan un ordenador. En mi lengua, el francés, se dice más bien “grabar”, o también “salvaguardar”. Pero es interesante observar cómo en el lenguaje informático, y también en italiano, se dice to save, salvar, acción que tiene que ver con los documentos, no con las almas. La “salvación” se encuentra en el menú file, o en la barra de instrumentos. Y está representada por un diskette, no por una cruz.

Sin embargo, la verdadera salvación no se aplica a las cosas, sino a las personas. No hay que recordarlo sólo a los informáticos, sino también a ciertos católicos tradicionalistas: preservar la doctrina, salvar la bella liturgia, recordar las reglas morales tiene valor sólo en la medida en que este orden de las cosas sirve a la salvación de las personas.

Hay que recordarlo también a ciertos progresistas: está en juego la salvación de las personas, y no la realización de un ideal social, de una utopía política, de un todo igualitario. El camino es estrecho porque se pasa uno detrás de otro. La salvación no conoce la masa. Su objetivo es “no-totalizable”, por lo que no es justo del todo decir que Cristo salva a la “humanidad”.

Él salva a Pedro, Pablo, Santiago, etc., y en esto custodia la humanidad en su misma diversidad: pequeños y grandes, delgados y gordos, débiles y fuertes. Su promesa está dirigida a los nombres propios, y no a los nombres comunes. Por otra parte, es precisamente lo que recuerda Jesús después de la misión de los setenta y dos discípulos: «Pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos» (Lc 10, 20).

La alegría apostólica no se basaba en haber sometido a los pueblos a una Ley común, sino en la eternidad de los nombres propios. La gracia permite que no veamos la Ley como una regla inmutable, y permite que la vivamos como la condición de un encuentro, de un diálogo, de una intimidad con el Creador y, en consecuencia, con cada una de sus criaturas.

Es este el sentido de la palabra: «El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2; 27). La misión no tiene por finalidad poner a los hombres al servicio de los dogmas y de los sacramentos, sino poner a los dogmas y los sacramentos al servicio de los hombres, porque dogmas y sacramentos miran a la salvación de cada rostro en su singularidad, no al triunfo de una doctrina.

Por esto la Sabiduría es una persona. Y por esto el Libro de los Proverbios recuerda la Sabiduría bajo el signo de una multitud concreta e irreducible, y no de una teoría abstracta y uniformada: «Ha mezclado su vino, ha aderezado también su mesa» (Pr 9, 2).

Las Tablas de la Ley están subordinadas a la mesa del festín. La mesa del festín es exactamente lo contrario de una ideología reductora o de una pantalla que pretende absorber el mundo. Es el lugar donde florece la multiplicidad incomparable y “no-totalizable” de los rostros. Hay para beber y comer. Hay fieles y algunos traidores. Hay conversaciones que se transforman en oraciones de súplica y en cantos de alabanza.

Esto es lo que anunciamos: un banquete alrededor de la Sabiduría encarnada - y es interesante observar como la empresa de la Manzana Mordida ha usurpado el término de “convivialidad” para designar, no la presencia del Logos hecho carne, sino la eficacia de un software -.

Ahora se puede aferrar mejor la necesidad de la pobreza evangélica, porque los enviados son pobres en su defensa, pobres en su equipamiento y pobres en su mensaje.

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Son corderos en medio de lobos: se exponen a la muerte. Es la condición de una verdadera presencia. Esto se ve a menudo durante un funeral: de repente, a causa de la conciencia de la muerte y de la impotencia, los alejados se acercan de nuevo, los superficiales se vuelven profundos, las relaciones familiares no han sido nunca tan sencillas y vivas.

Pero para los discípulos no se trata sólo de la conciencia de la muerte; se trata de estar preparados para testimoniar con la vida hasta el fondo. No se puede hablar de Aquel que es la Vida y la Resurrección solamente con la boca. Hay que hablar de Él con la laceración del corazón. Con esto no me refiero a una exaltación sentimental, sino a un modo de ser con el otro en el sentido profundo de nuestro destino último, de nuestra común miseria y de nuestra común necesidad de misericordia.

Los medios temporales pesados se interponen. Pueden abatir las distancias, pero no permiten la cercanía, a la que nada puede sustituir. Los sacramentos lo demuestran: estos, que nos comunican lo más grande, es decir, la gracia, exigen siempre la proximidad física.

No nos podemos confesar por teléfono. No se puede “teletransmitir” el cuerpo de Cristo. La más elevada comunicación ignora las altas tecnologías de comunicación. Porque esta elevada comunicación es comunión de las personas y, por tanto, presencia real del uno para el otro, oferta recíproca de los rostros.

Porque el mensaje cuenta menos que el mensajero y de quien lo envía. Por otra parte, el mensaje es, ante todo, a lo que el mensajero se dirige: «Cristo ha venido para salvarnos, a nosotros, a ti y a mí. Quiere que tu rostro resplandezca eternamente». Por eso los enviados deben contemplar ese rostro, aunque sea el rostro más aburrido, y también escucharlo, aunque sea el más estúpido.


Para no volver a caer en los sermones de los escribas y de los fariseos es necesario que el mensaje se encarne y, cuando se trata de los discípulos, puede encarnarse solamente en una comunidad viva, que piensa y canta: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 35).

La cercanía correría el riesgo de ser una cercanía de fachada si fuera sólo con los últimos llegados: nos fabricamos fácilmente un aire de circunstancias. Es real sólo si conmigo hay alguien que me pone a prueba día tras día, que conoce mis debilidades, que ha visto mi máscara caer y que, por tanto, impide que me la ponga ante los otros, porque denunciaría una evidente falsedad.​​

(Traducción a del italiano al español de Helena Faccia Serrano, a partir de la traducción del francés de Ugo Moschella)