Cuando se anuncia otra edición de los magníficos Congresos Católicos y Vida Pública organizados por la ACdP me place recuperar un artículo de Arbil escrito por Carmelo López-Arias, que viene muy a cuento con los que hoy quieren pasas por políticos católicos.

Chateaubriand y McCarthy. Dos católicos en la "vida pública".

Sus personalidades no solo eran diferentes sino contrapuestas, uno doctrinario, fino y magnífico estilista literario, otro un político populista fajador y correoso, poco amigo de los distingos y las sutilezas conceptuales. Pero ambos personajes entendían la política como un ejercicio total de responsabilidad por el bien común, hasta las últimas consecuencias, entre ellas las más penosas para sus propios intereses particulares. Su valor pone en evidencia a muchos políticos, "católicos oficiales", en los cuales solo hay una actitud meramente testimonial destinada a fabricar biografías políticas impolutas.

¿Qué es hoy un "católico en la vida pública"? Puede serlo un rey que abdica de su trono el tiempo suficiente para que su sustituto apruebe la ley del aborto que él no quiere firmar (pero tampoco negarse a firmar), y luego recupera la corona. O puede serlo un parlamentario que abandona el hemiciclo el tiempo suficiente para que se apruebe una ley de parejas de hecho sin su voto afirmativo (pero tampoco con su voto contrario), y luego vuelve al hemiciclo.

Dicho de otra forma, puede serlo un católico que ha desarrollado la difícil habilidad de combinar sus principios con sus intereses. Que entiende que la "objeción de conciencia" consiste en evitarle a la conciencia el fastidioso trago de sacrificar algo a sus objeciones. Y que además puede recibir como premio el entusiasmo de otros católicos, para quienes pasará a constituir un modelo de ética política.

Pero -si se nos permite la expresión bíblica- "no siempre fue así". Hubo un tiempo en que un "católico en la vida pública" era alguien que se echaba sobre los hombros la espinosa tarea de enfrentarse con quien hiciese falta por librar una batalla contra los enemigos de la Iglesia y/o de la civilización cristiana, a quienes acusaba con nombre y apellidos, muy lejos de limitarse a una resistencia pasiva. Que se manchaba las manos en la refriega y, como todo aquel que se pelea, equivocaba algún que otro golpe. Que solía pagarlo muy caro, porque toda su carrera quedaba comprometida y perdía la poltrona y los amigos en el envite. Que no recibía el agradecimiento de nadie, y bajaba sin compañía desde la apetecida cumbre de la gloria a los solitarios abismos de la nada. Y que veía mancillar su buen nombre, pasando a la historia como un ser abominable.

Es el caso de los dos personajes reivindicados en estas líneas (sobre todo el estadounidense), escogidos entre muchos otros posibles, y que aquí relacionamos por un motivo meramente circunstancial, y es que la reciente publicación de sendas biografías por la editorial Criterio Libros nos ha permitido conocer bien su historia y abrigar hacia los biografiados un sentido afecto.

René de Chateaubriand (17681848) había visto el rostro más genuinamente anticristiano de la Revolución Francesa, que además le robó la vida de su hermano. Se enfrentó a ella en la figura de Napoleón, primero, y luego, abogando por su aplastamiento en la España liberal, cuando en el célebre Congreso de Verona postuló la intervención inmediata de la Santa Alianza, en difícil coalición, allí donde pocos años atrás habían fracasado las unidas armas del corso con el ejército mejor preparado y dirigido del siglo.



 
Joseph McCarthy (19081957), convencido con el Papa Pío XI de ser el comunismo "intrínsecamente perverso", decidió atacarlo donde nadie se lo esperaba: en los más recónditos despachos de la Administración exterior y militar norteamericana. Desde allí estaba consiguiendo un tropiezo tras otro de la diplomacia yanqui, y un país caía en manos del socialismo a resultas de cada tropiezo. Entre otros, ese gigante que aún lo padece, China, y que le ha costado a nuestra Iglesia miles de mártires y un cisma.


Es cierto que ni uno ni otro obedecieron primariamente a un impulso religioso en sus respectivas actividades públicas. En Chateaubriand era determinante el factor monárquico, y en McCarthy las necesidades de seguridad de un país que vivía en plena Guerra Fría con el enemigo soviético.

Pero no es menos cierto que uno y otro, con todas las debilidades humanas que se quiera, eran sinceros en su Fe, y el catolicismo constituía la "forma mentis" que animaba sus principios y su actividad política, si bien de formas muy diversas.

Chateaubriand nunca fue piadoso, mientras McCarthy no abandonó jamás la costumbre del rosario diario. Chateaubriand era un doctrinario fino y su estilo ha pasado a la historia de la literatura, mientras que McCarthy era un político populista fajador y correoso, poco amigo de los distingos y las sutilezas conceptuales. En Chateaubriand encontramos todavía una mente contra- o pre-revolucionaria (esto ha sido objeto de debate), mientras que McCarthy, en la línea del peculiar patriotismo norteamericano, no cuestiona jamás el sistema constitucional definido por los "Padres Fundadores", sino que más bien se consagra a su defensa ante un enemigo todavía peor.

Y más de un siglo de distancia les separa, claro.

Pero hay algo que los une: ambos personajes entendían la política como un ejercicio total de responsabilidad por el bien común, hasta las últimas consecuencias, entre ellas las más penosas para sus propios intereses particulares. En ese sentido les reivindicamos aquí.

No se trata de comparar la estrictísima obligación moral que tienen hoy un rey o un diputado de entorpecer (supuesto que no puedan impedir) una disposición que viola la ley natural, con las opciones políticas, legítimas pero a fin de cuentas potestativas, que adoptaron Chateaubriand y McCarthy, y que en algunos aspectos llevaron adelante de manera discutible.

De lo que se trata es de saber si el concepto de "católico en la vida pública" supone una militancia que compromete la vida política entera en el éxito o en el fracaso, o bien es una actitud meramente testimonial destinada a fabricar biografías políticas impolutas.

Algunos piensan que cualquier causa terrenal que vaya unida a la defensa de la Fe y la moral católicas, contamina a éstas. ¡Pobre concepto de la Fe y la moral tienen quienes así piensan, no reparando en que, en vez de verse contaminadas, son éstas las que purifican aquélla!

El católico en la vida pública que algunos proponen hoy como modelo está a la expectativa de un nuevo avance en la degradación pública para exigir que se le ponga coto... pero precisamente en nombre de los principios que han hecho posible dicha degradación, lo cual es el no-va-más del "pensamiento desiderativo" y equivale, en la práctica, a dar por perdida la batalla hasta la siguiente votación.

No eran así los héroes aquí glosados.

Buscaban al adversario en sus causas, no en sus efectos, y una vez detectado iban hacia él con toda su artillería hasta cruzar las líneas enemigas, a plena conciencia de que sus compañeros se retirarían descubriéndoles los flancos primero, y enseguida también la retaguardia.

No me imagino a Joseph McCarthy guardando en un cajón, por disciplina ante un partido timorato, el famoso listado de infiltrados comunistas y espías soviéticos que pululaban por la Administración norteamericana hasta que él lo aireó. Le veo, sin embargo, salir del ostracismo en que vivía como joven aunque eficaz senador por el tranquilo Wisconsin, y poner patas arriba la vida política estadounidense para denunciar al enemigo marxista con el cual se convivía con demasiada tranquilidad. McCarthy (el senador más popular de la época, prototipo del self made man y herido en una guerra de la cual, como juez electo que dejó de ser para acudir a ella, hubiera podido librarse) se jugó una posible nominación republicana como candidato presidencial para que la Administración estadounidense quedase libre de enemigos de los Estados Unidos, que no lo eran sólo de la política de aquel país, sino también de la civilización cristiana y de la Iglesia.

Y tampoco me imagino al vizconde de Chateaubriand bajando la cabeza ante Napoleón, o comentando la ejecución por Bonaparte del duque de Enghien como una mera anécdota en medio de las glorias del Primer Imperio. Le veo, sin embargo, denunciarla con fuerza, o en otra sonada ocasión rozar la alta traición al recomendarle al Papa Pío VII que impugnase las violaciones concordatarias del gobierno napoleónico al que representaba. Ni tampoco es fácil imaginárselo pasando de puntillas entre los plenipotenciarios europeos haciendo como que el desastre del trienio liberal fernandino no afectaba a la estabilidad de toda Europa. Pero sí propugnando la arriesgada aventura de los Cien Mil Hijos de San Luis, que sólo salió bien por la excepcional acogida popular que tuvo (sin olvidar que más de la tercera parte de los soldados comandados por Angulema eran españoles).

¿Y si hubiesen vivido en nuestros días?

Estoy seguro de que el bueno de René, encantado de poder llamar la atención, habría provocado una gravísima crisis institucional, en caso de verse como un rey en el trance de apuntar un semi-golpe de Estado para impedir la entrada en vigor de una disposición aprobada por el Parlamento. Y también estoy seguro de que el bueno de Joe, topado de bruces con una ley prosodomítica, habría conseguido que se estuviese hablando de ella durante toda la legislatura, mientras sus compañeros de partido huían de su compañía como de la peste, tachándole para siempre de las posibilidades electorales inmediatas.

Claro que la mayoría de los políticos considerados hoy "católicos en la vida pública" suelen llevar una vida personal irreprochable, no como Chateaubriand con su egocentrismo y sus múltiples amantes, o McCarthy con sus excesos alcohólicos y algunos colaboradores corruptos, de los que no quiso librarse (por perjudicial que resultase tal determinación para su causa) por puro ejercicio de fidelidad a quienes fieles le habían sido en momentos muy difíciles de soledad casi absoluta.

Y es que los Pilatos bien aseados y de atemperada voz (inocentes siempre de la sangre de los justos cuyo derramamiento pudieron evitar) tranquilizan más algunas conciencias que las virulentas efusiones cordiales de, por ejemplo, un San Pedro.

Un San Pedro acoquinado ante las aguas bravías antes de confesar la divinidad de quien las aquieta. Ora jurándole a Cristo no abandonarle jamás y sacando la espada en Getsemaní, ora huyendo luego despavorido. Negando tres veces a su Maestro y llorando toda una vida su traición, lavándola con años de combate y la palma del martirio. O metiendo la pata con unas disposiciones judaizantes, y confesando después pública y humildemente su error ante los argumentos de San Pablo.

¿Católicos en la vida pública? Sí, por favor, pero modositos y sin estridencias que perturben el buen orden de la fiesta. Show must go on!


Carmelo López-Arias Montenegro.