Antes que nada quiero decir que estoy horrorizada con la invasión rusa de Ucrania y en mi impotencia sólo puedo decir: Reina de la Paz, ruega por Ucrania, ruega por el mundo.

El otoño siempre me ha gustado. El olor a lluvia, el aire fresco, el color del cielo de Madrid gris y luminoso a la vez, el color de las hojas de los árboles alfombrando las aceras.

Algunas personas tienen una imagen del otoño desapacible, ventosa y fría. A mí me huele a las castañas asadas de mi infancia, a lluvia, a fuego en la chimenea, a tierra mojada. Evoca en mí un sinfín de matices desde el ocre hasta el rojo en los árboles y el sonido del viento entre sus hojas.

Este año sin embargo he vivido un otoño desapacible. He sentido frío, aguaceros y un viento furioso. Un día el otoño se transformó en un invierno de heladas que cubrían mi alma y me dejaban sin aire, los pulmones colapsados, el pecho dolorido, el cuerpo exhausto y los ojos hinchados de llorar. 

He llegado a sentirme desbordada, sola, asustada ante lo que se me venía encima y ya era imparable.  He llegado incluso a dudar de mi fe, de la existencia de Dios, de todo lo que hasta ayer mismo habían sido los cimientos de mi pensar, mi sentir y mi actuar. Me he enfadado con Dios, me he sentido estafada por Él porque si Dios es amor, ¿por qué narices me están pasando cosas malas?

Estos pensamientos y sentimientos me asaltaban entre limpieza de cuadras, carretillas llenas de estiércol, paquetes de heno y sacos de pienso para las vacas y las yeguas. Por fortuna todo esto lo hago en el campo, mirando el Valle del Corneja a un lado y la Sierra de Gredos al otro, bajo el cielo más azul que he visto nunca, con el sol calentando mi piel o con el pelo agitado por el viento frío, con la cara cara vuelta hacia la lluvia y la nieve, pisando la tierra, con el jersey cubierto de pajas y las botas hundidas en el barro.

Y aunque en mi cabeza dudaba, mi corazón me gritaba que la Naturaleza ha de ser obra de un Dios bueno, y la belleza y la dureza del trabajo y de la vida del campo me han devuelto la paz interior.

El trabajo físico, el cansancio, el saber que esos animales hoy comen porque yo les he echado el heno, que van a dormir a gusto porque les he limpiado la cuadra y les he puesto una cama seca, está siendo sanador.  A través de la Naturaleza y de las personas maravillosas que estoy conociendo he comprendido que la vida es a la vez preciosa y dura, sacrificada y bellísima, difícil y muy satisfactoria.

No me siento mal por dudar a veces sino más completa y segura de mí misma. Siento que Dios se sonríe cuando me encaro con Él, toma mi dolor en sus manos y lo va transformando en paz, en algo fértil. Y he sentido en mi corazón que cuando la llama de mi fe se estaba apagando muchas personas que me quieren han intercedido por mí y Cristo ha vuelto a encenderla.