Podría pensar que toda la secuencia de maravillosas casualidades, encadenadas a lo largo de miles de millones de años, que han permitido que nuestro planeta sea tal cual lo conocemos hoy, son fruto del azar. Podría.

Podría pensar que la evolución de la vida, desde las primeras moléculas hasta el ser humano, ha sucedido por suerte, por una bendita coincidencia de factores, que en tiempo y forma lo ha hecho posible. Podría.

Podría pensar que Jesús de Nazaret fue un profeta más entre tantos en Israel. Influyente, sí, y que por ello cambió la historia para siempre, pero que no era el hijo de Dios. Podría.

Podría pensar que aquellos rudos hombres que le acompañaban, pescadores, mundanos, lo dejaron todo y se dedicaron a recorrer el mundo hasta su muerte, enfrentándose con audacia a los doctos de su tiempo, porque este Jesús los había fanatizado. Podría.

Podría pensar que alguien como Pablo de Tarso, erudito fariseo, hombre acomodado, perseguidor de los primeros cristianos, no tuvo un encuentro con Jesús resucitado, sino que se convirtió al cristianismo y se hizo un proscrito, llevando el Evangelio a los confines del mundo, inducido por los discípulos de Jesús, los mismos a los que quería eliminar. Podría.

Podría pensar que, desde los inicios del cristianismo hasta nuestros propios días, cientos de miles de personas han muerto y mueren por no renegar de su fe a causa de estar también fanatizados, dando su vida por algo ilusorio. Podría.

Podría pensar que los hechos sobrenaturales o heroicos experimentados por tantos santos en el transcurso de los siglos, atestiguados por decenas de personas en los rigurosos procesos canónicos, son invenciones de la Iglesia para enardecer a sus seguidores y proseguir su mentira. Podría.

Podría pensar que las conversiones a la fe que, en la historia y aún actualmente, se dan entre personas que, no sólo no eran creyentes, sino que aun odiaban el cristianismo, no son fruto de la sed de conocimiento de la Verdad, sino de una debilidad mental que les hizo doblegarse. Podría.

Podría pensar que la felicidad que el ser humano siente cuando se entrega a los demás, cuando desinteresadamente hace algo por los otros, es consecuencia de la implantación en su educación de una moral humanista, y no de una conciencia que escuche la voz de Dios. Podría.

Podría pensar que el ansia de eternidad, de vencer a la muerte, de una vida significativa que perdure en el tiempo, se origina en el afán de supervivencia del ser humano, que ha permitido su evolución, y no en la presencia de un alma inmortal en él. Podría.

Podría pensar que, la necesidad de amar y saberse amado, es un elemento más de la pirámide de Maslow, que nos define como especie evolucionada, pero sin relación con la sed de Dios en nuestro ser. Podría.

Podría pensar que, el deseo de espiritualidad de las personas, de desconexión “mundana”, suplida hoy por distintas formas de evasión, prácticas de religiones orientales, new age, etc., no tiene nada que ver con sustitutivos del hambre de relación con Dios. Podría.

Mas al final, en un listado de poderes que aún podría ser más largo, el esfuerzo de la irreligión se me antoja muy arduo. Habría mucha lógica que ignorar, y realizar un ejercicio continuo de mirar hacia otro lado. La racionalidad de la fe viene a confirmar la respuesta que todo hombre y mujer tienen escrito en el ADN de su ser; sí, Dios existe, te lo dice el corazón. Escucharlo es otra cosa.