Parece mentira lo complicado que es acostarse en punto, ordenar las facturas o no meter más libros en el armario de la ropa. Ay, esa llamada que llevas más de una semana sin hacer y la de meses que no aguantas la mínima contrariedad sin quejarte. Exiges a tus hijos lo que tú no haces (¡qué gravedad la de este asunto!) y pones el alma en palabras que no vienen a cuento, o aunque vengan no son lo primero ni lo más importante. Hay momentos en los que se te hace un mundo escuchar a los demás (incluido Dios) y gritas, cuando suena el teléfono, que no estás en casa ni para nadie, que te has ido a no se sabe dónde. Prefieres un libro o hacer fotografías con esa melancolía tan propia de tu vida. Se amontonan los días sin grandes cambios. Es un hecho. Uno detrás de otro, mirando las mismas cosas y tomando en punto las mismas medicinas. La de veces que buscas algo más intrépido y nuevo en los reflejos de esos cuadros del pasillo o en las vetas de la madera del suelo o en la ficción de Robinson Crusoe plagada de relámpagos en lontananza. Buscas algo distinto, pero no te engañes, la vida es casi siempre lo mismo. Y luego están esos sueños, que sólo son sueños y que ya no engañan a nadie. Ni siquiera a ti, tan crédulo y tan proclive a las visiones. Puede que lo distinto esté más cerca de ti de lo que imaginas, que lo distinto esté en el centro de toda esa vorágine de rutina y calles y ruidos. Déjate las uñas, deja de lamentarte y sacude del alma la modorra. Tanta negligencia no es buena. Ordena de una vez esas facturas que se arremolinan en la mesa (y lo que no son facturas y están más allá de tu mesa). Puede que así dejes de dar vueltas a esa pandilla de sinvergüenzas que son algunas fantasías, que te apartan de lo primordial de toda esta historia -más o menos aburrida o misteriosa- que es tu vida. Digo yo que los demás esperan de ti algo más que palabras. Como dice el poeta: “Alma mía, tendrás que corregirte”.