Al día de hoy, -y todos conocemos algún caso que corrobora la afirmación que voy a hacer-, los médicos están perfectamente capacitados para resolver el dilema del final de la vida en cada caso particular, sin necesidad de administrar la muerte sino sólo alivio al dolor, aunque ese alivio produzca algunas veces el acortamiento de la vida. Y es que como todos los médicos saben, la diferencia entre un tratamiento paliativo y un tratamiento eutanásico radica en la intención de la actuación. Es paliativo aquel tratamiento que busca aliviar el dolor aunque de resultas pueda acortar la vida; es eutanásico aquel tratamiento que busca acabar con la vida y de resultas acaba con el dolor.

             Una ley de eutanasia no tiene, por lo tanto, esa finalidad, no puede tenerla puesto que el problema ya está resuelto. Una ley de eutanasia tiene dos finalidades bien diferentes, que por supuesto nadie menciona porque son inconfesables, y en cuanto inconfesables, bastardas.

             La primera atiende a la voluntad del estado en eximirse del deber de invertir en una actuación que es definitivamente alternativa a la de la eutanasia, la de los cuidados paliativos, aunque sí pueda seguir subvencionando partidas tan curiosas como el “cine adepto” (por malo que sea, que por desgracia es el caso en España) o estudios sobre el supremacismo machista que subyace tras el color rosa. Pero es que mientras los cuidados paliativos alargan la vida, la eutanasia la elimina, produciendo al estado un doble ahorro: el del tratamiento del paciente, y el de los costes sociales que su supervivencia implican (pensiones, costes de la dependencia, etc.).

             Si grave es esta primera intención inconfesable de una ley de eutanasia, no menos grave es la segunda: consiste en trivializar la muerte, en hacerla objeto de “negociación” en cada caso particular, en incluso proponerla “como solución”, lo cual es tremendo, porque en la muerte de una persona no está implicada sólo ella, sino muchas otras a su alrededor que en un momento dado pueden alimentar intereses que no sólo no son los del moriturus, sino que son incluso contrarios… En un momento, además, en el que la voluntad del moriturus, por su avanzada edad, por sus reducidas energías, por su enfermedad, por su soledad, se halla más menoscabada. Añada Vd. a ello una sociedad cada vez más deshumanizada, una familia cada vez más desestructurada, unas generaciones cada vez más egoístas, un estado cada vez más endeudado que prefiere dedicar el presupuesto a cosas distintas que pagar pensiones y dependencia (¿me sigue Vd.?)… y el cóctel es una bomba de relojería.

             Gracias a leyes como ésta de eutanasia que acabamos de aprobar y de otras dirigidas en la misma dirección, preveo una sociedad en la que en un momento dado se culpabilice, incluso se arrincone, al individuo que quiera seguir viviendo contra los criterios demográficos, económicos y sociales que desaconsejan su supervivencia, una sociedad en la que, en definitiva y sin ningún rubor, se le “invite” a morir: desde los medios de comunicación, desde el gobierno, desde los facultativos, desde su entorno, ¡desde su familia!...

             Y eso, si no llega un momento en que en vez de “invitarle” a morir, directamente no se le obliga a hacerlo. Que tal es la ley que con seguridad seguirá a la presente, de parecida manera a como a una ley de despenalización del aborto sigue a continuación otra que lo subvenciona, otra que lo legaliza y otra que lo convierte en un auténtico derecho (de alguien ajeno a la víctima, naturalmente).

             A todo eso sirve una ley de eutanasia. Ahora ya sabe Vd. por qué tanta prisa en aprobarla.

             Y con esta noticia me despido por hoy, no sin desearles como siempre que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.

 

 

            ©L.A.

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