Cuando escribí acerca del Congreso celebrado en Granada sobre el síndrome de down, un lector de este blog que se identificó como DeC, en el certero y enjundioso comentario que aportaba, incluía esta afirmación:
 
            No ha de tardar el tiempo en que dar a luz a una persona afectada de “trisomía 21” sea visto con muy malos ojos por la sociedad y se culpabilice a los padres por no haberla abortado”.
 
            No le faltaba en modo alguno razón. Tanta, que me hizo pensar en dos eventos que he vivido estos mismos días, por lo tanto bien recientes y calentitos... como el pan de la mañana.
 
            Del primero soy testigo presencial. Iba por la calle y al adelantar a una pareja, en esos escasos segundos en que mientras adelanta a una persona, se entromete uno sin quererlo en su conversación, escuché lo que una mujer le decía al hombre que la acompañaba, presumiblemente su marido. Hablaban de una tercera persona, una conocida común:
 
            - ¡El segundo ya...! ¡Y con problemas, como el otro...! ¡Mira que se lo han dicho...! ¡Pero, nada, oye, la tía como el que oye llover!... ¿Pues sabes lo que te digo? ¡Que si lo tiene, que lo tenga...! ¡Peor para ella...! ¡Eso sí, que luego no diga que no le avisaron....!
 
            Del segundo hecho no soy testigo, pero se trata de un testimonio del que no tengo porqué dudar. Una chica hablando con otra sobre la ecografía de las veinte semanas.
 
            - ¿Y qué? ¿Sabes ya si es niño o niña?
            - Bueno el médico me ha dicho que estoy muy gordita y que ha sido imposible verlo. Pero a mí esta ecografía me interesaba sobre todo para ver si tenía algún defectillo [sic], y bueno... pues abortar ya y no retrasarlo...
            - Pero bueno, mujer, tampoco es eso...
            - No, si yo no lo hago por mí, lo hago por él [sic]. La vida es muy dura para este tipo de niños...
 
            La persona que me lo contó tuvo los reflejos y los arrestos de responder:
 
            - ¿Y por qué no dejas que lo decida él?
 
            Lamentablemente, ésta es la clase de lenguaje que nos gastamos personas normales, personas “buenas”, diríamos, el común de los mortales en los tiempos que corren. A mi me maravilla que hayamos podido llegar tan lejos. Pero casi tanto como el hecho de haber llegado tan lejos, me maravilla que hayamos perdido hasta el pudor para expresarnos con la frialdad con la que lo hacemos, y que un lenguaje como el que acabo de transcribir sea de curso legal no en la Esparta de Leónidas, no en la Roma de Calígula, la Alemania de Hitler o la Rusia de Stalin, no, sino en una sociedad, la española, la europea por extensión, la occidental en suma, que se tiene por la más civilizada de la historia, y por paradigma y parangón en lo relativo al respeto de los derechos humanos.