“Él le contestó: ‘No está bien echar a los perros el pan de los hijos’. Pero ella repuso: ‘Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos’. Jesús le respondió: ‘Mujer, ¡qué grande es tu fe!, que se cumpla lo que deseas’. En aquel momento quedó curada su hija” (Mt 15, 25-28)


El Evangelio de esta semana nos ofrece el modelo de una mujer que pedía a Jesús la curación de su hija. Aunque el Señor -extrañamente y para probar su fe- la comparó con un perro, ella no respondió con enojo y siguió insistiendo con humildad. Esa humilda
d fue la que abrió el corazón de Jesús y consiguió el milagro.

Estamos, pues, ante un ejemplo de cómo debe ser nuestra oración: perseverante y humilde. Con frecuencia pedimos a Dios cosas que, al cabo del tiempo -a veces incluso poco tiempo- hemos dejado de solicitar; en el fondo es que no nos importaban demasiado. También con mucha frecuencia, más que pedir exigimos; nos comportamos ante Dios no como ante el Señor sino como ante el criado. Tratamos a Dios como si estuviera a nuestro servicio y como si su principal obligación consistiera en darnos gusto y satisfacer nuestros caprichos. Sin la humildad es imposible la oración, inclusive la de petición. El que es humilde sabe que lo que pide es un don, algo a lo que no tiene derecho y, por lo tanto, no se enfada si no se le concede. Si se lo dan, lo agradece; si no lo recibe, acepta el misterio y agradece el resto de cosas maravillosas que Dios le ha dado. Si pidiéramos así seguramente recibiríamos más y, en todo caso, lo que no recibiéramos no nos serviría de motivo de crisis de fe, como les sucede a aquellos que se alejan de Dios cuando éste no les ha dado lo que pedían.