En aquellos días de Pascua de 1896, Teresa del Niño Jesús, Santa Teresa de Lisieux, cae en una noche interminable que va a durar dieciocho meses, hasta su muerte. Teresa ofrece esta oscuridad para que a los incrédulos les llegue la luz. Y así leemos en sus manuscritos:

De pronto las brumas que me rodean se vuelven más y más densas. Penetran en mi alma y la envuelven de tal manera siéndome imposible volver a encontrar en ella la imagen dulcísima de mi Patria. Todo ha desaparecido. Sueñas con la luz, con una Patria aromada con los más suaves y delicados perfumes. Sueñas con la posesión eterna del Creador de todas estas maravillas; crees poder salir un día de las brumas que te rodean, y alguien te dice: “Avanza, avanza. Gózate de la muerte, que te daré no lo que tú quieres, sino un anoche más profunda todavía, la noche de la nada”.

Madre amabilísima, la imagen que he querido daros de las tinieblas que oscurecen mi alma es tan imperfecta como lo es un bosquejo comparado con el modelo. No obstante, no quiero extenderme más. Temería blasfemar. Hasta tengo miedo de haber dicho demasiado.

¡Ah! Jesús que me perdone si le he disgustado. Él sabe muy bien que aun no gozando de la alegría de la fe, procuro al menos realizar sus obras. Creo haber hecho más actos de fe de un año a esta parte que en toda mi vida.

El planteamiento que Cristo nos hace hoy en el Evangelio no puede tener más radicalidad y dureza. E implica toda una visión del mundo. Para Jesús el hombre se lo juega todo en el sentido de sus actos. Y no se trata de un problema de premios y castigos, se trata de ser o no ser. No es que Jesús premie o castigue, es que el que está muerto, está muerto. Si un árbol es estéril o una rama está seca, será cortada y arrojada al fuego porque para nada sirve. No es utilizable. Es una cuestión de ser y no de moral. Jesús vino a enseñar las condiciones definitivas del ser y de la vida. Las consecuencias, las sanciones son ontológicas y no jurídicas. No es necesario reunir un tribunal y un juez para comprobar que una rama seca, una rama por la que no circula ya la savia, está muerta. Es una cuestión de hecho y no de derecho[1].

[Jesús y sus discípulos. Rembrandt. Museo Teylers, Haarlem. Holanda] 

 

Más te vale entrar manco, cojo, tuerto en la vida que ir con las dos manos, con los dos pies, con los dos ojos al infierno…, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga… (Mc 9,43-48). Naturalmente, Jesús no quiere decir que esto se realice materialmente. Si escandaliza un ojo y se saca, queda el otro para seguir escandalizando. La comparación está hecha sobre un principio de la ley natural: hay que sacrificar la parte por el todo. Aquí, con este aviso, se alerta sobre la gravedad del escándalo, y el castigo que le corresponde, en orden a evitarlo[2].

En el texto con el que empezábamos, Santa Teresa de Lisieux, Doctora de la Iglesia, cuya santidad conmemoramos este lunes, nos recuerda cómo en las dudas, en las dificultades, cuando no encontramos el camino, cuando las brumas, cuando la niebla se espesa en nuestro corazón y no vemos por dónde seguir, el único camino es pedir al Señor superar esa prueba de fe por la que estamos pasando.

Jesús, antes, incluso señala la importancia que tiene el escándalo hacia los pequeños. A estos pecadores dirige las palabras más duras: al que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar (Mc 9,42). ¡Ay del mundo de los escándalos! A la vista está que los escándalos existen, pero ¡ay del hombre por quien el escándalo viene!

Para Jesús, que nunca verá la muerte como un fracaso, como algo que hiera la entraña del hombre, el verdadero problema es la falta de realización, el no alcanzar la verdadera Vida. Esa es, para Él, la muerte, la verdadera amenaza al ser del hombre. Por eso habla sin rodeos de esta ausencia de realización del hombre. Y la llama infierno. Jesús no teme a esta terrible palabra, que parece ser indigesta a muchos cristianos de hoy. Habla de él completamente en serio y no teme utilizar las más violentas y despiadadas imágenes escriturísticas del infierno.

Y así, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma que el pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo es también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios (nº 1861).

¿Cómo entonces entender toda esta doctrina desde esa misericordia infinita de Dios de la que tanto se nos habla y predica? Porque hoy podíamos recordar aquella postura de los apóstoles: Señor, este lenguaje es difícil de entender, difícil de seguir... No olvidemos nunca que si Dios es omnipotente, perfección absoluta, tiene que ser en las mismas proporciones tan justo como misericordioso. Ocultar la claridad de lo que hoy nos transmite la Palabra de Dios sería mutilar el Evangelio. Lo que queda claro es que Cristo no es condenador, sino liberador. Él vino a traer la luz y no sólo a anatematizar la oscuridad. Lo que no puede discutirse es que Jesús señala que, a quienes no hagan suya la vida que Él trae, les espera el más total y radical de los fracasos en su propia esencia de hombres. No nos confundamos, por eso no le gusta que los hombres vivan obsesionados por si se salvarán o por cuántos se salvarán. Pero sí que quiere que vivan dedicados a salvarse. Cuando sus apóstoles le preguntan por el número de los que se salvan, Jesús jamás contesta a su pregunta; les invita a esperar pacientemente despiertos la llegada de la hora, la certeza de que, si aman, serán amados; que, si entran en el reino de Dios, realizarán la totalidad de sus almas. Amar al Señor. Esta tiene que ser nuestra gran preocupación. No atemorizarnos por las palabras de Jesús sobre el infierno. El que le busca, el que le sigue, a pesar de sus defectos, encontrará en Él un Corazón de misericordia. El pecado que no se perdona es el de ir contra Dios, el pecado contra el Espíritu Santo. Porque uno reconoce que la savia ya no recorre sus ramas dando vitalidad. Se pudre y se muere.

Pidamos hoy al Señor que una vez más nos dejemos iluminar con su Palabra.

Y este lunes, uno de octubre, cuando comenzemos el tradicional mes del Rosario, no dejemos de pedir por la Iglesia perseguida y del silencio. Ofrezcamos nuestros Rosarios por esta intención. El poder de la oración llevará alivio y consuelo a tantos como sufren por el nombre de Cristo. Y tú puedes hacer de buen samaritano, a través de la comunión de los santos, a través de tus rezos.

PINCELADA MARTIRIAL

El beato Bartolomé Blanco nació en Pozoblanco (Córdoba) el 25 de diciembre de 1914. En 1932 se fundó en su pueblo la Juventud Masculina de Acción Católica, de la que fue secretario. Al iniciarse la guerra civil española, él hacía el servicio militar en Cádiz y durante una semana de permiso es detenido en Pozoblanco el 18 de agosto de 1936 por su condición de dirigente católico.

El 24 de septiembre es trasladado a la cárcel de Jaén, donde es juzgado el 29 por su condición de propagandista católico. Se defendió solo ante el tribunal. Debido a su elocuencia y la firmeza con la que defendió sus profundas convicciones religiosas, trataron de ganarlo para su causa al comprobar sus cualidades como líder social, pero no lo consiguieron.

En la mañana del 2 de octubre, antes de ser conducido al lugar de ejecución, se descalzó para ir como Jesucristo fue al calvario. Tampoco quiso que le vendaran los ojos. Murió de pie, junto a una encina, con los brazos en cruz, perdonando a quienes lo mataban. Mientras gritaba ¡Viva Cristo Rey! fue acribillado.

Sus restos reposan en la iglesia salesiana de Pozoblanco.

El joven Bartolomé Blanco escribe una carta a su novia desde la Prisión Provincial de Jaén, era el primer día del mes de octubre de 1936.

La misiva dice así:

Maruja del alma:

Tu recuerdo me acompañará a la tumba y mientras haya un latido en mi corazón, éste palpitará en cariño hacia ti. Dios ha querido sublimar estos afectos terrenales, ennobleciéndolos cuando los amamos en Él. Por eso, aunque en mis últimos días Dios es mi lumbrera y mi anhelo, no impide que el recuerdo de la persona más querida me acompañe hasta la hora de la muerte.

Estoy asistido por muchos sacerdotes que, cual bálsamo benéfico, van derramando los tesoros de la Gracia dentro de mi alma, fortificándola; miro la muerte de cara y en verdad te digo que ni me asusta ni la temo.

Mi sentencia en el tribunal de los hombres será mi mayor defensa ante el Tribunal de Dios; ellos, al querer denigrarme, me han ennoblecido; al querer sentenciarme, me han absuelto, y al intentar perderme, me han salvado. ¿Me entiendes? ¡Claro está! Puesto que al matarme me dan la verdadera vida y al condenarme por defender siempre los altos ideales de Religión, Patria y Familia, me abren de par en par las puertas de los cielos.

Mis restos serán inhumados en un nicho de este cementerio de Jaén; cuando me quedan pocas horas para el definitivo reposo, sólo quiero pedirte una cosa: que en recuerdo del amor que nos tuvimos, y que en este instante se acrecienta, atiendas como objetivo principal a la salvación de tu alma, porque de esa manera conseguiremos reunirnos en el cielo para toda la eternidad, donde nada nos separará.

¡Hasta entonces, pues, Maruja de mi alma! No olvides que desde el cielo te miro, y procura ser modelo de mujeres cristianas, pues al final de la partida, de nada sirven los bienes y goces terrenales, si no acertamos a salvar el alma.

Un pensamiento de reconocimiento para toda tu familia, y para ti todo mi amor sublimado en las horas de la muerte. No me olvides, Maruja mía, y que mi recuerdo te sirva siempre para tener presente que existe otra vida mejor, y que el conseguirla debe ser la máxima aspiración.

Sé fuerte y rehace tu vida, eres joven y buena, y tendrás la ayuda de Dios que yo imploraré desde su Reino. Hasta la eternidad, pues, donde continuaremos amándonos por los siglos de los siglos.

Bartolomé.

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[1] José Luis MARTÍN DESCALZO, Vida y misterio de Jesús de Nazaret II, pág.424 (Salamanca, 1997).

[2] Manuel de TUYÁ-Profesores de Salamanca, Biblia comentada Va Evangelios, pág. 287 (Madrid 1962).