Mi hija Nuria es del Valencia. Algo prácticamente imposible, tomando en cuenta que vive en Barcelona y no tiene ningún antepasado valencianista. Pero a los niños, ante todo, les gusta ganar y Nuria empezó a seguir el fútbol en 2004, aquel año en que el Valencia conquistó Liga y UEFA.

 

Sin embargo, la verdadera pasión por el equipo que juega a orillas del Turia se labró en el corazón de Nuria a raíz de dos personas vinculadas a este club que no formaban parte de aquella gloriosa campaña 2003-04: su gran estrella, David Villa, y su entrenador, Quique Sánchez Flores. El embrujo de Villa sobre Nuria fue evidente: ella también es bajita, juega delante y le pone unas ganas fuera de lo común para una niña de diez años. Lo de Quique tuvo mucho que ver con su gran personalidad y con que llevara a sus hijos –los cuatro todavía van- al colegio Cumbres de Valencia, dirigido por la misma orden religiosa, los Legionarios de Cristo, al que va Nuria en Barcelona: el Santa Isabel.

 

La verdad, nos sentó como patada al hígado cuando el Valencia prescindió de Quique, una maniobra que el tiempo ha probada errónea. Por ello, y a pesar de que el Atlético de Madrid se cargó al equipo de Nuria en los cuartos de final, nuestra alegría con el gol de Forlán en la prórroga contra el Fulham fue enorme. Bueno, por Quique y por muchos otros entrañables Atléticos: mi gran amigo Bert -¡un colchonero belga!- y su hijo Pablo; el excelente profesor Luis del Santa Isabel; Joan Bofill, hijo de mi compañero de banquillo, Jaume; Nacho Fernández, tío de Joan y encargado del fútbol en el Santa Isabel; Marcos Guirles, quien fuera entrenador en los Barcelona Dragons y que me llamó desde Hamburgo -donde vio la victoria de su Atleti- justo al terminar el partido.

 

Obélix solía decir “estos romanos están locos”. Si al gordinflón galo le hubiera tocado opinar de los Atléticos, seguro habría dicho lo mismo…

 

La victoria europea colchonera también me remontó a aquella final por el título continental contra el Bayern Munich. Mi tío Pepín, hermano mayor de mi madre, un verdadero tipazo que también es Atlético, había prometido pintar su escarabajo rojo y blanco si el equipo de sus amores doblegaba a los alemanes. También llegó la prórroga y Luis Aragonés marcó de falta. “¿Cuánta pintura compró?” pregunté a mis abuelos. Pero la respuesta la interrumpió Schwarzenbeck con aquel horroroso tanto que comenzó a segar una ilusiones atléticas, rotas miserablemente con el 4-0 del partido de desempate (en aquella época no había penaltis).

 

El triunfo sobre el Fulham también me transportó a dos semanas antes, a un restaurante de un centro comercial de Leganés. Por motivos de trabajo tuve que ir a las oficinas de Madrid de mi empresa y preparar durante toda la noche un concurso con dos de mis compañeros: Nacho (del Madrid) y Alejandro (Atlético hasta la médula). Decidimos parar un momento y cenar donde pudiéramos ver el partido de vuelta ante el Liverpool. Estábamos solos en una mesa y comenzó el encuentro. Otro Atlético, el camarero, seguía el envite tímidamente en una primera parte en que lo único que dijo fue “qué suerte tienen, nos ha marcado el tío cayéndose al suelo” (refiriéndose al gol de Aquilani que empató la eliminatoria).

 

En la segunda parte, mi compañero, Alejandro, ataviado como el ejecutivo más agresivo que podáis imaginar, con un traje gris impoluto, también fue rompiendo el hielo. El camarero explicó su odisea a Lyon en ver aquella final maldita de contra los soviéticos; el ejecutivo no paraba de decir –en broma, pero con ciertos nervios-: “Papá, ¿por qué somos del Atleti?”.

 

La desilusión llegó con el tanto de Benayoun, pero todavía reinaba cierta esperanza en el ambiente. El ejecutivo seguía el partido de pie; el camarero había dejado del lado el servicio –tampoco había muchos clientes- y se concentraba sólo en el televisor. Y llegó la apoteosis…

 

Jugada de Reyes por la derecha y balón a Forlán. El uruguayo bate a Reina y, mientras se quita la camisa y corre para celebrarlo, el ejecutivo y el camarero saltan y se funden en un abrazo para el recuerdo. Después, ambos cogen el móvil y llaman a sus respectivos padres para explicarles por qué son del Atleti.

 

¡Vaya instante! Algo así sólo se puede vivir alrededor de un deporte de equipo, especialmente si se trata de fútbol y, más aún, si está uno rodeado de aficionados colchoneros. Y es que el pasado miércoles, aunque sea por un momento, todos fuimos Atléticos.