Estuve y tuve la suerte de conocer a Montserrat Caballé en su Barcelona natal. Oficiaba la boda de unos buenos amigos, hijos de dos familias emigrantes andaluzas a tierras catalanas. La gran y católica soprano era una invitada a la ceremonia.

Mientras, me revestía con las ropas litúrgicas propias de la Eucaristía, entró en la sacristía del templo, acompañada por el mosén rector de la feligresía. Tras la presentación de rigor, me sugirió si podría cantar a capella el Ave María del compositor Franz Schubert, como “un regalo desconocido a la pareja de contrayentes del sacramento matrimonial.”

Como los jóvenes tardaron, el diálogo se prolongó durante más de veinte minutos. Era la gran diva catalana y española una gran persona en todos los órdenes. Tocamos varios temas, como el seny de las gentes del lugar, el sentido religioso de los catalanes de pura cepa como ella, y nunca de los advenedizos que han convertido el  nacionalismo en una religión que ha llevado a Cataluña a ser  la región española más laicista y atea.

Declaró estar muy orgullosa de ser catalana, española y ciudadana del mundo.

Una gran señora, a quien besé la mano al terminar nuestra conversación, y deseé que Dios le concediera una larga vida haciendo arte y cultura por todo el mundo. Ella me rogó que rezara por sus proyectos. Lo he realizado desde entonces todos los días.

En la fecha de su muerte, la tendré presente en la Eucaristía que celebraré esta tarde. Las personas grandes y universales son dignas de pasar a gozar de la presencia de Dios en el Reino de los Cielos, donde seguramente se encontrará por toda la eternidad.

Tomás de la Torre Lendínez