¿Cómo reconducir una determinada situación? ¿Cómo lograr que la impotencia se transforme en esperanza? Ya no se ven salidas, ya no quedan palabras. ¿Qué hacer Dios mío cuando la prueba es demasiado dura o quisieras morir -no es un decir- o ves que tu vida se queda en números rojos de fe o de amor? Recuerdas la felicidad, sí, pero no sabes de nuevo dar con ella o crees que ya nunca será aquella que se abrazaba a tu madre (o a la lluvia) o se subía a los árboles o tiraba piedras o comía cerezas. No sabes… O, lo que es peor, lo sabes pero no te decides a cambiar o no aciertas a desprenderte de ti mismo. Es lo de siempre, pero más de noche. Es fuerte la tentación de autocompadecerse, de salir corriendo de tu cabeza, de no pensar más, de encerrarse en el silencio o en el trabajo o en las palabras o en el sueño, y no afrontar el miedo o el dolor.

La vida no es cómoda, ni estamos solos. La vida, fundamentalmente, son los demás (o debería). La vida es vaciarse. La vida es no acostumbrarse a la vida. La vida es el cielo y es el suelo. La vida es la realidad del alma y es la desazón del cuerpo. La vida es el cansancio y el desamor, el tedio, la brega, la memoria, la angustia. La vida es el intento de ser feliz. La vida es amar sin entenderlo. La vida es pedir perdón, rectificar una vez y otra y siempre. La vida es el abrazo que te abraza y te comprende. La vida son las lágrimas y es la sed de beberlas. La vida resulta la mayoría de las veces un desbarajuste, un desorden de caprichos (aunque esos ojos...). Vivimos sin ser conscientes de que vivimos, de que la vida es un don y es un darse. Vivimos sin apercibirnos de la mirada suplicante que está a nuestro lado, que nos reclama un poco de atención, y el corazón y el alma. Y puede que, simples de nosotros, nos desvivamos por fruslerías envenenadas de tristeza. Impertérritos, sosos.

¿Qué hacer entonces? ¿Qué hacer cuando no acabamos de entender ese sufrimiento repentino (o que nos parece repentino), esas dudas, esa muerte, ese temblor, esa prueba tan dura? Puede que Dios se nos haya pasado por la cabeza. Puede. ¡Dios! Y puede que ni fuerzas nos queden para nada. Ni siquiera para una oración breve. La mente escarcea con pensamientos inútiles y con desganas y con abismos. Sin consuelo, solos, débiles, como perdidos. Así nos vemos. ¡Dios! ¡Dios! ¡Padre mío! Es la cruz. No son teorías ni sermones. Es la cruz, es de veras. La parte que nos toca de redención. A cada uno. A todos. ¡Dios! Eres Tú. Tú, nuestro Padre, nuestro Amor. Este dolor, esta pena. ¿Sabes? La vida cuando no es para Ti, duele más y es más oscura. Es Tu cruz, es Tu Vida. Despojado de todo. Haznos humildes para comprenderlo. Pero, ahora que lo pienso, ¿cómo vamos a comprender un amor como el Tuyo, tan desnudo, tan infinito? No, no se comprende. Eres Dios. Y nosotros hombres. Y ya ves qué hombres. Pero hombres al cabo. E hijos Tuyos.

Dios nuestro. Padre nuestro. ¡Cristo! Toma en Ti nuestros sentidos, nuestros dolores, nuestras tristezas. Espíritu divino, inspíranos la alegría de la fe, de Tu compañía. Sólo en Tu intimidad es posible entender la vida. Nuestra vida. Por descarriada y torpe que sea.