El hijo de Dios. Ecce homo! El Verbo encarnado,
el anunciado, el Mesías. Dios Hijo. Mi Dios, mi todo.
Dios entero en los brazos de Su madre. Dios yerto, Jesucristo.
Pálido, aplastado, completamente muerto. Por mí
desangrado, por mí abatido. Sangre de mi sangre. Lágrimas
que se mezclan con la Sangre consagrada. ¡Dios! Tu Hijo,
ese Cuerpo, abandonado por todos, con sus miembros lacios,
como un trapo. Esa piel rasgada por el odio, Su alma en carne viva.
Ese divino Cuerpo que sostiene María en su regazo de ternura.
Madre de Dios y madre mía. Madre admirable, Espejo de justicia,
Madre del Salvador, Virgen clemente, Rosa mística,
Reina de la paz. Madre e Hijo. Unidad, Iglesia de Cristo
que hace frente a todas las tormentas del infierno y de la historia.
El cielo y la esperanza comienzan en los brazos de María.
Veo su infinito abrazo y su temblor de piedra que palpita
en el arte de Juan de Ávalos. Veo sus músculos tumefactos, el sacrificio,
y cincelada la pena insoportable y las venas vacías de Sus brazos.
Jesucristo muerto, pero vivo. Es el Verbo que se hace víctima,
ofrenda, entre mazazos y mentiras, entre políticos y sicarios.
Y es el fracaso de desmantelar a Dios de nuestras vidas.