El hombre escuchó aquella voz que venía del polvo del desierto.

 

Miró en derredor hacia la penumbra de la vieja cabaña: las ventanas tapiadas apenas dejaban que un resplandor amarillo iluminase la mesa astillada, las botellas vacías de licor, las colillas y el sujetador de la mujer.

 

La mujer. No iba a entregarse por una hembra en celo. La despidió desnuda.

 

-Vaya con Dios, señorita. Y cúbrase.

 

La mujer miró con desprecio al hombre, canoso y triste.

 

-Lárgate.

 

El hombre cerró la puerta de golpe y el eco elevó por los aires aquel papel de su testamento.

 

El rifle resbaló desde la pared de madera y cayó como un muerto.

 

No tenía más munición.

 

El revólver conservaba la última bala y la tentación del suicidio.

 

El hombre había llegado al límite de su resistencia. Una lucha inútil.

 

El hombre aceptó la derrota. Pero no dijo nada.

 

Se acercó a la puerta.

 

-Voy a salir -dijo.

 

Un gemido de madera acompañó la apertura, lenta y medida, de la puerta de la cabaña.

 

El hombre se asomó. Vio luz.

 

Enmarcado en el quicio, vio luz. Mucha luz.

 

Y avanzó lentamente hacia ella.

 

Caídos los hombros. Paso desafiante. Revólver en mano.

 

Hubiérase dicho que el hombre buscaba un disparo que acabase con aquel infierno.

 

Frunció el ceño, se cubrió los ojos con la mano izquierda y, deslumbrado, dejó caer el arma.

 

Permaneció en pie, solo, bajo un sol de justicia y de plomo.

 

El hombre esperaba el disparo.

 

Vio, al fondo, en la la luz blanca del mediodía, unas siluetas erguidas.

 

Y una de ella se movió: avanzaba hacia él.

 

El hombre comenzó a agacharse, con lentitud, como si buscase el revólver en la arena.

 

Por fin, cayó de rodillas.

 

-Adelante, hágalo -dijo a la silueta de luz-. Solo me arrodillo ante Dios.

 

Entonces sintió unos brazos jóvenes que le asían por debajo de los suyos.

 

Se vio elevado a la altura de un rostro sonriente, conocido. Familiar. Íntimo.

 

Una lágrima rodó por la sucia y reseca mejilla del hombre, y se perdió en la barba mal cuidada.

 

Abrazados salieron juntos a la luz del horizonte. Inmenso. Azul.

 

-Ya estás en casa. No sufras. 

 

-He vuelto -dijo el hombre.

 

-Has vuelto.

 

Y entonces, solo entonces, se rindió. Y alzó los brazos.