Ayer hemos vuelto a ver llorar sobre los campos de tenis. Tratose esta vez de nuestro campeonísimo Rafa Nadal, que lo hizo en los campos de tierra batida de Montecarlo, nada más poético que llorar en Montecarlo. Interpretar sus lágrimas no fue muy difícil. Existe general acuerdo entre los exégetas: Rafa lloraba al verse de nuevo encaramado al lugar que ocupan los campeones, un lugar en el que tenía su residencia habitual el cual, sin embargo, abandonó hace ya algún tiempo.
 
            Hace poco más de un año, el que lloraba sobre un campo de tenis era otro gran campeón, Roger Federer. Leer el sentido de sus lágrimas tampoco fue difícil y como en el caso de Rafa ayer, los intérpretes registraron general consenso: Roger lloraba en los verdes campos de Sydney porque su derrota ante Nadal le hacía sentirse desplazado de aquel lugar en el que durante tantos años habitó él sólo, el lugar que ocupan los campeonísimos. Por la cabeza de Roger pasaron tantos pensamientos: “me he quedado a un solo Grand Slam de batir el record mundial de Sampras; nunca gané en Roland Garros y me retiro sin hacerlo; ya no soy el número uno...”.
 
             Parecía el emerger imparable del nuevo adalid, Rafa Nadal, y la decadencia definitiva del rey destronado, Roger Federer. Luego, la vida y la historia mostraron su cara más voluble: el campeón que parecía insaciable sufría la pájara temible, y el rey descoronado se ceñía de nuevo la inesperada corona... ¡Y de qué forma! Ganó el ansiado Roland Garros, ganó tres Grand Slams más, pulverizó el record anhelado, recuperó el número uno...
 
            Las lágrimas de Federer fueron muy criticadas en este país que hace patriotismo cuando no debe y reniega de la patria cuando ésta le pide dar la cara. Entonces se manifestó el patrioterismo más grosero, y por hacer una apología de Rafa que éste ni había pedido ni necesitaba, hubo quien hasta tachó a Federer de nenaza caprichosa e inmadura que llora como mujer lo que como hombre no había sabido defender (¿les suena?). Curiosamente, cuantos así juzgaron ayer las lágrimas de Federer, ensalzan hoy las de Nadal, como ejemplo, por el contrario, de hombría y raza.
 
            Lo cierto es que ambas lágrimas, las mediterráneas de Nadal hoy, las alpinas de Federer ayer, fueron las lágrimas del campeón, las de quien sólo vive para superarse, las del trabajo hasta la extenuación, las de la ambición, el esfuerzo y la lucha... Hoy más que nunca, cuando todos esos valores ceden el puesto a la molicie, al camino de en medio, al ¡qué más da!, al ¡que lo arregle otro!, al enanismo intelectual y el onanismo funcional en suma, me alegro de haber visto llorar a los dos campeones, el uno al temer que se iba, el otro al sentir que volvía. Y ojalá que sigamos viendo llorar a muchos campeones. El mundo, más que nunca hoy, necesita campeones que lloren.