El pasado 8 de junio, día del Sagrado Corazón de Jesús, el Papa Francisco firmó el decreto por el que se reconoce el milagro atribuido a la intercesión de Concepción Cabrera de Armida (1862-1937), laica, mística, madre de familia, escritora, fundadora de las Obras de la Cruz e incluso modelo empresarial, al ayudar a que sus hijos pudieran abrir, mediante un crédito, su propio negocio pese a la caída de la bolsa de Nueva York en 1929. Beatificación que muchos esperábamos en México y otras partes del mundo, pues su vida tiene un alcance más allá de las fronteras nacionales.

 El que esto escribe, tuvo el regalo de poder visitar, justo el día en que se aprobó el milagro, la Capilla de Nuestra Señora de la Soledad del Altillo (Ciudad de México) y, concretamente, la cripta en la que descansan sus restos. Una experiencia especial, pues ella reúne todo lo que se necesita actualmente en la Iglesia. Presenta un perfil que encaja perfectamente con la reflexión que trajo consigo el Concilio Vaticano II sobre el papel de los laicos para que, lejos de ser meros espectadores, tomemos parte activa en el proyecto de la fe, siendo católicos que, renunciando al clericalismo, hagamos nuestra parte.

Todavía en la mente de muchos, está la idea de que los únicos que pueden ser santos son las religiosas o los sacerdotes y eso es lo interesante de Concepción Cabrera, porque cuando los que no están tan informados del tema se enteran de que era casada, despiertan y se dan cuenta de que Jesús cabe en la vida social, cultural, familiar, política, etcétera. Hoy, además de buenos sacerdotes, hacen falta laicos que, desde su lugar en el mundo, inmersos en los viajes, debates, trabajos, juntas, investigaciones, gestiones, reuniones, conferencias, presenten el sentido que trae consigo creer en Dios. Concepción Cabrera de Armida, atenta al contexto histórico que le tocó vivir; sobre todo, en el marco de la persecución religiosa a cargo del presidente Plutarco Elías Calles, no dudó en mover incluso su patrimonio con tal de ayudar a que la Iglesia en México, de forma pacífica, siguiera con la tarea encomendada. Y lo hizo, dando paso a una serie de instituciones que, por ejemplo, en el caso de los Misioneros del Espíritu Santo, fundados en 1914, trajeron una mejora considerable en la calidad formativa de los principales seminarios del país. Ella coordinaba, sin descuidar por ello a su familia, todo lo que estaba en sus manos para que la Iglesia fuera lo que tenía que ser.

Eran tan mística como humana. Su lenguaje lo demuestra y es que el contacto íntimo con Dios, presente de manera especial en la Misa, lejos de volverla extraña, más bien la acercaba a los demás. Se tiene un video familiar en el que aparece jugando con uno de sus nietos. Detrás de aquella abuela común, se escondía el proceso de toda una vida. Hoy, cuando existe la tentación de abandonar la fe por el crecimiento del secularismo, conviene, animados por su ejemplo, perseverar y ser creativos. Al final, como ella decía, “todo pasa menos haber sufrido por Jesús” y no porque fuera una mujer dolorista, sino por el hecho de que tuvo la certeza de que Dios vale la pena y que, en realidad, ahí está la felicidad, el fruto de un camino llevado con valor. Lo grande cuesta y es cuando la cruz, en vez de dar miedo o generar depresión, nos invita a tener horizontes más amplios. Ella entendió los problemas como una serie de oportunidades para cambiar y responder a Dios.

Cuando decimos que fue mística, en realidad, estamos afirmando que fue capaz de mirar más allá de lo aparente y superficial. El místico, va a la esencia, a lo concreto, a lo profundo, contemplando a Dios en todo aquello y expresándolo, como aproximación, a través de sus escritos. De ahí los 66 tomos de la cuenta de conciencia de Concepción Cabrera que, en total, suman 22,500 páginas[1]. Como ella, seamos laicos que, en vez de andar evadiendo los retos de hoy, les plantemos cara con buen humor y una vida coherente.

[1] Juan Gutiérrez González. (1991). Cuenta de Conciencia. Una mística en el interior de la Iglesia madre (16). Madrid: Encuentro.