Yo me atrevo a soñar con una Iglesia cuya misión sea lanzar las redes, para invitar al banquete a los hombres y mujeres de esta generación, trazando nuevas estructuras y detectando sobreestructuras que se han ido generando con el paso del tiempo y que ya no sirven. El mundo de hoy no se opone ni rechaza el Evangelio; al contrario, tiene hambre y sed de la Palabra de salvación. Lo que no aceptan es, quizás, la forma como lo presentamos. Nos falta organización y estructuras adecuadas que sean capaces de formar verdaderos discípulos, realmente convencidos de su identidad y preparados para dar razón de su fe (1 Pedro 3,15). Hemos sido llamados a ser “luz del mundo” que trae esperanza a nuestra sociedad y busca despertar a los católicos para poder descubrir la riqueza de nuestra fe. La nueva evangelización requiere un modelo diferente de hacer y plantear la pastoral y la estructura de la Iglesia.

Yo me atrevo a soñar con una Iglesia que es enviada a proclamar el Reino de Dios allí donde se encuentran las personas: sus casas, pueblos y ciudades (Mateo 10,7-13; Lucas 9,6). Una labor de evangelización permanente que se realice en todo tiempo y en todo lugar, de forma pública y privada (Hechos 5,42; 20,20), por medio de hombres y mujeres que estén dispuestos a salir a las calles y estar en lugares públicos (centros comerciales, parques, aeropuertos, etc.), visitar hogares y abrir capillas e iglesias en horarios fuera del culto, para dar acogida a cuantos se acerquen y lo necesiten. Se trata de crear y consolidar pequeñas comunidades que sean acogedoras y acompañen a los nuevos evangelizados, al estilo de los Hechos de los Apóstoles, y siempre en comunión con el obispo de la Diócesis (cf. Hechos 2,42-47; 4,32-37).

Yo me atrevo a soñar con una Iglesia que sea acogedora como el hospital de campaña, donde los enfermos siempre son bienvenidos y cuyo centro de atención no son los médicos sino la medicina que los cura a todos. Una Iglesia compuesta por auténticas comunidades que no se acaben convirtiendo en clubes de santos que se miran el ombligo, sino que la formen hombres y mujeres que desean ser cada día más santos y se duelen por no serlo todavía y estar aún muy lejos de lo que Dios quiere que sean. La Iglesia no es un club de santos, sino lugar de encuentro para quienes le gustaría serlo, porque no se trata de religión sino de salvación para gente imperfecta como tú y yo.

Yo me atrevo a soñar con una Iglesia que no deje de anunciar nunca el kerygma, la Buena Nueva de Jesucristo, que es siempre actual. Como el enamorado que no puede dejar de contagiar su amor a los demás, debemos echar mano de herramientas de primer anuncio y hacer más kerygmáticas nuestras catequesis en vez de querer catequizarlo todo, incluso el primer anuncio que es siempre previo y anterior. Una Iglesia donde palabras como encuentro personal, amor de Dios, Buena Noticia y otras similares sean las más habituales y las más frescas de nuestro vocabulario.

Yo me atrevo a soñar con una Iglesia que sea como la madre que está siempre atenta a las necesidades de sus hijos, donde nadie es extraño y todos tienen su lugar para dar y recibir. Donde nuestra mayor dificultad pastoral, los sacramentos, sea también nuestra mejor oportunidad para recoger el fruto más accesible de la nueva evangelización, como le gusta decir al P. James Mallon. Si ya sabemos que la liturgia y los sacramentos “deben ser precedidos por la evangelización, la fe y la conversión” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1072), entonces debemos estar dispuestos a salir de nuestra inacción y disponer los medios necesarios para iniciar procesos sencillos de primer anuncio para las parejas que todavía piden el sacramento del matrimonio, para los padres que aún solicitan el bautismo para su hijo y para las familias que siguen trayendo a sus niños a la catequesis. Y todo por la profunda convicción de que Jesús sigue hoy transformando vidas y por la firme decisión de hacer lo que sea necesario para llevar a las personas ante Él.

Yo me atrevo a soñar con una Iglesia dispuesta a vivir su vocación sin vacilar y a quemar sus naves sin vuelta atrás. Una Iglesia que haga vida aquella frase de san Ignacio de Loyola: “Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios”. Es decir, una Iglesia de hombres y mujeres dispuestos a reclamar su identidad misionera, anhelando que sea así y trabajando por ello. Una Iglesia que sea luz de las naciones y cuya visión y perspectiva sea tan grande que nos asuste a nosotros mismos y nos extienda más allá de lo que somos capaces, de manera que necesitemos vivir por fe y no confiando simplemente en nuestras propias capacidades y recursos. Una Iglesia, en definitiva, que sea fiel al encargo recibido y agradecida con los talentos que le han sido entregados para hacer posible dicho encargo:

“Y ahora dice el Señor, el que me formó desde el vientre como siervo suyo [...]. Y mi Dios era mi fuerza: Es poco que seas mi siervo para restablecer las tribus de Jacob y traer de vuelta a los supervivientes de Israel. Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.” (Isaías 49,6)

Con el papa Francisco, yo también "sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual" (Evangelii gaudium 27). ¿Te atreves a soñar?

 

Fuente: kairosblog.evangelizacion.es