Miles de monumentos y hogares sumidos en la más completa oscuridad, mientras los vendedores de velas se frotaban las manos. No se debía a una medida anticrisis, sino que era parte de “La hora del Planeta”, una iniciativa promovida por una ONG ecologista. Dejarnos a oscuras el pasado sábado rompió “todos los records” ya que, para uno de los organizadores del apagón, “nunca antes en la historia una ONG había movilizado a tantas personas a la vez en el mundo, clamando al unísono para que se tomen medidas urgentes y eficaces contra el cambio climático”.

No me entiendan mal; me parece una iniciativa interesante. Y muy políticamente correcta. La propia Iglesia ha hablado en numerosas ocasiones en defensa de la Naturaleza. Sin embargo, detrás de todo este afán por cuidar el planeta, me temo que se agazapa un sutil panteísmo. Para el que vive sin la esperanza de la eternidad, la Tierra es su todo. Dios no existe, ni mucho menos su Providencia, que vela por nosotros. Estando solos en el universo, no tenemos más  salvador que nosotros mismos. Este planeta es nuestro cielo, y por eso hay que cuidarlo por encima de todo.

El cristiano, sin embargo, vive con serenidad. Sabe que la Naturaleza le ha sido confiada, y que un Dios providente cuida de todos los hombres. No es derrochador, pero está convencido de que la generosidad del Señor se derrama sin límites. Su confianza está puesta en Aquel que hace llover sobre justos e injustos. Dios no necesita apagones. Un Padre nunca se olvidará de sus hijos.

 

Álex NAVAJAS