Hoy, cuando los cimientos de la civilización se estremecen por el pecado -a cada cosa hay que llamarla por su nombre-, cuando con fines espurios todo, absolutamente todo, es objeto de la manipulación más descarada, cuando el egoísmo es la dictadura que gobierna las almas, cuando lo más sagrado se profana en nombre de grandes palabras, cuando el bien se ridiculiza hasta el extremo, cuando las conciencias andan anestesiadas por el dinero, cuando los cristianos nos avergonzamos de serlo. Hoy, digo, es más necesario que nunca tener muy clara la decisiva importancia de la familia, su insondable realidad.

Y para ello debemos profundizar primero en su raíz espiritual. De otra forma es difícil entender su papel y lo que significa. Porque toda familia es una prolongación sobrenatural de Dios. Dios trino es familia, y el Verbo se encarnó y vivió entre nosotros en una familia, y se hizo nuestro Hermano. Y los hombres somos hijos de Dios -filiación divina-, creados a Su imagen y semejanza. Y para colmo nos ha entregado a su propia Madre, a María, como madre nuestra.

Desde el principio Dios ha querido esta específica común unión entre los hombres. Y sus lazos van mucho más allá del parentesco, pues se anudan en un abrazo de Amor que abarca nuestro anhelo de felicidad absoluta. Hemos nacido para hacer felices a los demás, si queremos ser felices nosotros mismos. Y el entorno natural y sobrenatural de todo esto es la familia, desde la que se proyecta todo lo demás. Todo lo que de verdad importa. En ella recibimos el ejemplo de la mutua donación de nuestros padres. Cada uno somos -como dijo Juan Pablo II- fruto de un conocimiento personal de amor.

Recibimos el ejemplo y la formación. Porque la familia es la primera escuela y aquella institución -por decirlo así- en la que nunca dejamos de estar matriculados, hasta que llegue el examen final del juicio, en el que se nos examinará precisamente de amor. De ese amor que la aglutina e identifica y que posee un marcado acento corredentor. Los conocimientos, las virtudes y los valores que se nos transmiten van perfilando inteligencia, corazón y alma. Y los sentimientos se foguean en la experiencia cotidiana: en el gozo, pero también en el dolor. Desde sus tertulias, oraciones, deberes, comidas, viajes o juegos.

La historia del hombre sobre la tierra -y después en el Cielo- es una historia eminentemente familiar. Consideremos el libro del Génesis. Adán sólo se conoce a sí mismo cuando conoce a Eva. El matrimonio como sacramento que fecunda su amor en los hijos. La familia como “sociedad primera”, como hogar y como linaje de Dios. No otra es nuestra alcurnia y no en otro lugar hallaremos el sentido de nuestras vidas, nuestra vocación más específica hacia la felicidad.

Pero una vez dicho esto pensemos que Dios -Padre, Hijo y Espíritu- está todavía desterrado de muchas familias, de muchos corazones. Por ignorancia o desolación. Y debemos hacer algo. El amor se expande, tiende a darse. Creer es amar. ¿Qué hacemos por los demás? Porque el prójimo es también nuestra familia.