Cuando estaba en primaria, nos organizaron un retiro. Los coordinadores rápidamente trajeron cartulinas, colores, idearon las dinámicas, formaron los equipos, sacaron las hojas con los cantos y un largo etcétera. Mucha logística. Pues bien, en uno de los recesos, apareció una religiosa muy mayor que, simple y sencillamente, se puso a platicar con nosotros. Nos preguntó cómo estábamos, cuál era nuestro nombre y si nos estaba gustando el retiro. Supo escucharnos y, entre que la hacíamos reír y demás, quiso hablarnos sobre Jesús. Lo hizo de forma breve, menos de dos minutos. Pasaron los años y, aunque ya olvide toda la lluvia de actividades que nos pusieron, hay algo que se me grabó: el gesto de aquella religiosa entrada en años que se acercó a platicar con nosotros.

¿A qué viene todo esto? Pues que, muchas veces, cuando organizamos algún evento o espacio, nos olvidamos de lo esencial. La fe no se transmite con un programa u horario exhaustivo, tampoco con actividades cursis, sino a través del ejemplo y de los gestos, como aquella religiosa que, sin ningún tipo de producción, hizo lo que el carisma de su congregación le pedía: enseñar y acompañar. No está mal planear, siempre que no sea algo llevado a términos absolutos, porque lo que pesa, lo que determina, es el ejemplo.