Uno de mis hijos juega con la Nintendo. La cocina limpia, confieso que he dejado en ella lo mejor de mí mismo. Sobre la cama un aroma de camisas y blusas femeninas, y un paraguas que espera la lluvia. Y un bolso vacío. La ventana con su cortina de lino, que filtra una luz mortecina. El pasillo está triste, plagado de sombras y memoria de niños. En un cristal veo el reflejo de unas plantas. Una tarde de invierno. Es nuestra casa, y dentro de ella el alma de las cosas. Y dentro del alma la felicidad y los juguetes rotos y el eco de sus correrías. Me quito las gafas y me froto los ojos cansados. Todo se amontona: la ropa, los años, los periódicos… Me quedo un rato mirando los dibujos de la escayola de los techos, que por las noches adquieren formas distintas. O eso es lo que me parece. Una casa es una vida, o es la orilla donde van a parar las nostalgias y los sueños de los días. Abro los armarios, los cierro, acaricio la madera, ensimismado en el mapa de sus vetas. Peino con la mano los flecos de la alfombra. Me fijo en la espiral de los cuadernos, donde el tiempo va guardando su caligrafía. Y los hilos de oro de la colcha, en los que se me enganchan las llaves. La piedad del calor de los radiadores, con los calcetines secos. Los óleos y sus colores en las paredes blancas. Es mi casa, sencillamente, donde vivo.