La crítica contra la asignatura titulada Educación para la ciudadanía se ha centrado mucho en los contenidos de la asignatura. No es un enfoque erróneo, sobre todo desde que hemos conocido las aberraciones que se pronuncian en algunos de los libros de EPC.
 
            Pero el problema esencial y primario de la Educación para la ciudadanía radica en un aspecto incluso anterior al de sus contenidos: la EPC representa una intromisión más de un estado insaciable en parcelas que deberían estar acotadas a la sociedad civil. En el caso que nos ocupa, a un sector muy concreto de la sociedad civil cual es el de las familias, pues estamos hablando de la formación moral de nuestros niños.
 
            A estas alturas de la historia, nadie cuestiona la muy legítima pretensión estatal de conseguir la plena escolarización de la población. Ha de reconocerse que junto con la Iglesia, los estados se han constituido en pieza clave para conseguir el viejo objetivo, hoy prácticamente culminado en nuestro país, de la plena alfabetización de sus ciudadanos. Un objetivo tan satisfactoriamente alcanzado que ha sido trascendido, y ya nadie se conforma con la alfabetización universal y todos aspiramos a logros tan ambiciosos como la plena formación educativa para todos.
 
            Ahora bien, conseguido este propósito, y dentro de un proceso que se presenta como inexorable en la Europa de los finales del s. XX y principios de s. XXI, se empeña el Estado en la consecución de un nuevo objetivo, el de la formación moral de sus ciudadanos, en el que yerra cuando pretende sustituir el papel que tradicionalmente han desempeñado y deben seguir desempeñando, las familias. Y ello, precisamente, porque se trata de sistemas democráticos cuyos logros pasan tanto por la preservación de la pluralidad, como por la defensa de valores como la libertad y diversidad de culto, la libertad y diversidad de pensamiento, la libertad de expresión y la libertad de cátedra.

            Lo más curioso del tema es que el proceso, indeseable de por sí, se presenta en esta España convulsa de finales del s. XX acompañado de una nueva incoherencia. Y así, mientras el Estado hace dejación manifiesta de su derecho y obligación de uniformar los criterios educativos impartidos a todos sus ciudadanos; mientras contemplamos el espectáculo bochornoso de unos currícula diferentes según la región de España que los imparte y el Ebro es en Cantabria un río que nace en Fontibre y muere en tierras extrañas y en Cataluña un río que desemboca en Deltebre y nace en tierras extrañas; y mientras hasta la lengua común de todos los españoles es cuestionada y eludida como lengua de enseñanza... se aspira sin embargo a esa misma uniformidad de la que se hace dejación cuando de lo que se trata es de la formación moral de nuestros niños, una formación que no sólo no debería ser competencia del Estado, sino menos aún, uniforme.

            Curiosa paradoja que demuestra la incompetencia del sistema y de quienes lo están aplicando, y pone de manifiesto que los logros a los que aspira, son tan ilegítimos como indeseables.