Dentro de ese sentido de la inoportunidad que está consiguiendo desarrollar nuestro benemérito presidente, que con el paso de los años más que aprender parece que desaprende –y ya es difícil cuando lo que se sabe es tan poco-, la jornada de anteayer fue para él particularmente fructífera. Estando en el salón de los derechos humanos de Naciones Unidas y acabando de fallecer como había fallecido por inanición “auxiliada”, el disidente cubano Orlando Zapata, en flagrante violación de los más elementales derechos humanos, el presidente no tuvo para él ni una miserable palabra, aunque sólo hubiera sido para condolerse piadosamente con su familia de la irreparable pérdida *.
 
            Pero es que además, por si ello fuera poco, estaba haciendo la declaración estelar de su discurso, aquélla en la que con la voz impostada, estomacal, que acostumbra a utilizar en ocasiones similares decía literalmente:
 
            “Hoy en día nadie puede subestimar el alcance universal de los Derechos Humanos, en particular el derecho a la vida, a partir del que se sustentan todos los demás [...]. Por encima de todo, nadie puede disponer de la vida humana, ni siquiera los Estados”.
 
            ... en el exacto momento en el que el miembro –o la miembra- estelar de su gabinete, la ministra-bailarina, se hallaba en el trance de celebrar la consumación de la gran obra de su vida, ¡orgullosa puede estar la jovencita!, a saber, la ley mediante la cual se condenará al sacrificio a varias cientos de miles, digo bien, varios cientos de miles, algún millón si Dios no pone remedio, de niños inocentes. Y no en cualquier lugar, no, sino en aquél concebido por la naturaleza para estar más seguros en el difícil trance de indefensión en el que se hallan en sus primeros días de vida, lugar que no es otro que el mismísimo vientre de su madre.
 
            El Sr. Zapatero, que accedió al Gobierno con la promesa ya antigua del nuevo talante, ¿se acuerdan Vds.?, ha desarrollado con el tiempo y con la especial habilidad con la que hace cuanto hace, una inquietante capacidad de irritar a cuantos le rodean, convirtiéndose en el hombre capaz de decir y hacer en cada momento aquello que no debe ni decir ni hacer.

            Anteayer, Sr. Zapatero, cualquier sitio del mundo habría sido bueno para haber estado. Fijese Vd., a lo mejor hasta era el día idóneo para estar rezando “al dios del Evangelio” en Washington. Cualquier lugar menos la sala de los derechos humanos de las Naciones Unidas. Y menos aún diciendo aquello que en boca de Vd. suena con la vacuidad con la que suena cuanto de ella sale, de que “hoy en día nadie puede subestimar el alcance universal de los derechos humanos, en particular el derecho a la vida, a partir del que se sustentan todos los demás”. Definitivamente, Sr. Zapatero, no era el día.