Ocurrió en estas pasadas Navidades. Fui a misa a una parroquia en Lérida, en una tarde gélida.

La puerta del templo estaba cerrada y las luces apagadas, así que me dirigí al lateral del edificio, en donde se encuentran los despachos parroquiales, para preguntar a qué hora se celebraba.
Allí me encontré con un hombre mayor o, más que mayor, envejecido y descuidado. Vestía un abrigo raído y sus zapatos hacía tiempo que no habían tenido contacto con el betún.

–Buenas noches- le dije.
-Buenas... -, me respondió con media sonrisa.
–¿No hay ningún sacerdote por aquí?
–Sí, están adentro. Me están preparando un bocadillo.
El hombre tenía ganas de hablar. Me contó que vivía en la calle, en la puerta de unas oficinas, protegido con cajas de cartón y algunas mantas.
–El guarda de seguridad del edificio es muy buena persona, ¿sabe? Me deja dormir allí y guardar mi ropa bajo unas escaleras. Pero yo se lo dejo todo limpio y ordenado, no se crea...

La conversación se prolongó durante unos minutos. Poco después llegó el sacerdote, que traía entre sus manos un bocadillo. «Aquí tienes», le dijo al mendigo con una sonrisa. El hombre, avejentado, lo tomó, se lo guardó como si fuera un tesoro dentro del raído abrigo y se disipó entre las sombras de la noche.

El mendigo sabía a qué puerta llamar para conseguir su cena.
Y así, miles de puertas de iglesias y casas religiosas se abren, sin chirriar, sin el tocar de trompetas ni el tañer de los címbalos, cada noche para los más pobres.

Álex NAVAJAS