No hay manera de acostumbrarse.
A lo demás puede ser, pero no al perdón de Dios
que mana de Su costado y se derrama
por todo tu frágil cuerpo de barro y desdichas,
y por todas y cada una de tus potencias.
Dios que mana de la Cruz y que se hace mano que sana
y absuelve y arranca de raíz el pecado y la vergüenza.
Mano en tu mano, mano de misericordia
que siembra de Cielo tu alma contrita.
Divino Jesús, tan humano, tan Dios, tan enamorado.
“Yo te absuelvo”. Yo, Él. A ti, indigno, pero hijo.
Una frase que se adentra en tu corazón como llama,
y remueve y limpia y quema y olvida el pecado.
Es el orden supremo de la alegría resucitada,
de la pureza que necesitas para ser otro Cristo.
No me tengo que esconder de nadie ni de nada,
ni reciclar las palabras en palabrería vana.
Le amo cada día con más ahínco, con más ganas,
pero vuelvo a las andadas de la pereza o de la soberbia,
clavándole espinas y besándole en falso.
Es el mismo Jesús el que perdona, Jesús Dios y Persona,
sacramento vivo. “Yo te absuelvo”. No hay pecado
suficientemente grave, no hay lugar suficientemente lejano.
“A aquellos que les perdonéis los pecados les serán perdonados”.